Hace dos meses murieron seis jóvenes en mi
playa favorita de Portugal: a seis universitarios se los llevó una la de
madrugada, en una de esas estúpidas novatadas tan arraigadas en el mundo
académico luso. La tragedia ha abierto el debate sobre la persistencia, en
pleno siglo XXI, de tradicionales ritos iniciáticos de integración que suelen
acabar en humillación o salvajadas. En Portugal se publicaron los nombres de
las víctimas, se sabe de sus familias y es imposible no conocer todos los
detalles de un drama que está constantemente en los medios y de forma
personalizada.
Pero Praia do Meco no es la
única en la que la gente pierde la vida: en Ceuta perecieron quince personas
que ya estaban huyendo de la muerte. En nuestra mano estaba actuar para
salvarlos o permanecer pasivos sin ayudarles a sobrevivir, porque uno no quiere
acabar de creer esas informaciones que apuntan a que se les disparó mientras
escapaban a nado en un mar gélido. Todavía no he conseguido leer los nombres de
ninguna de estas quince personas, no han identificado a ninguna de ellas y
jamás veremos a sus familiares contar sus sentimientos en un programa de
televisión. Sus seres queridos en Mali o Senegal quizá nunca lleguen a saber
qué pasó con ellos, si consiguieron un trabajo en Almería o Marsella. Quince
cifras más para poner en las tumbas de los cementerios del estrecho y nada más.
Estos días he recordado aquella foto de Javier Bauluz, la de una
pareja bajo la sombrilla y un cadáver al fondo. Han pasado catorce años desde
entonces y las playas siguen siendo escenario de unas muertes perfectamente
evitables.
Publicado en El Periódico Extremadura el 24 de
febrero de 2014
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