Hace ya casi tres años que el adjetivo indignado
dejó de ser un simple calificativo para convertirse en un estado de
ánimo y una particular disposición para el activismo social y político.
En las plazas públicas escuchamos a la gente debatir, intercambiar
ideas, proponer algo diferente a lo de siempre y entretejer
complicidades entre grupos humanos heterogéneos y con problemas comunes
que solucionar. Desde entonces han sido muchos los que creyeron que la
indignación ciudadana de mayo de 2011 terminó al levantarse los
campamentos de las plazas. Pero aquello, más que desaparecer, fue
dispersarse en movimientos, en luchas sectoriales, en mareas de colores y
en un convencimiento colectivo, lento pero sólido, de la necesidad de
luchar por derechos a los que no se puede renunciar.
Hoy la indignación ha perdido su prefijo privativo, ha dejado de ir acompañada de las preposiciones por o contra
y se ha convertido en un sustantivo que denota justicia, que reclama en
las calles - a pesar de las trampas e impedimentos- para que la
existencia humana tenga una calidad aceptable. La gente que marchaba
este fin de semana volverá a sus lugares de origen y se incorporará
silenciosamente a mil frentes abiertos: para que los desahucios no dejen
a más gente tirada en la calle, para que el desempleo no rompa en
pedazos las esperanzas de seis millones de personas, para que aprender
en la escuela o curarse en un hospital no vuelvan a ser un privilegio de
unos pocos. Ya pasó el tiempo de estar indignado, ahora empieza una era
para que la dignidad llegue a todas las vidas y la palabra resuene como
una de las más bellas de nuestro idioma.
Publicado en EL PERIÓDICO EXTREMADuRA el 24 de marzo de 2014.
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