Hace diez años pude colaborar en la organización de un encuentro sobre los incendios forestales en la península ibérica: el año 2003 habíamos visto como salía ardiendo toda la Raya cercana a Valencia de Alcántara y Portugal abría
los telediarios de medio mundo con ciudades y aldeas rodeadas de llamas; al año
siguiente continuaron las catástrofes en el país vecino y en julio de 2005 morían once bomberos en Guadalajara en un incendio que asoló más de 10.000
hectáreas. La frase del curso que más me llamó la atención, quizá porque era y
soy un ignorante en la materia, fue la afirmación de que “los incendios
forestales se apagan en invierno”.
En los últimos días habrán podido leer la opinión de expertos que, de una manera u otra, nos demuestran que la prevención es siempre mejor que cualquier
cura. Ahora, a toro pasado, es fácil dictaminar que hubiera sido preferible llevar
a cabo con anterioridad todas las tareas imprescindibles, especialmente en una
tierra en la que los veranos son casi siempre muy calurosos, que apagar un
incendio de dimensiones descomunales. Cuando dentro de un par de años se haya
olvidado lo que ha ocurrido estos días en la Sierra de Gata y alguien pretenda
recortar gastos en personal o en medios para hacer cortafuegos o limpiar el
monte, tendremos que recordarle que mucho más caro es reconstruir una comarca
entera. Es cierto que permitir recalificar terrenos quemados no va a ser una
ayuda para evitar los incendios sino todo lo contrario, pero consolémonos con
que nadie haya propuesto aquella solución de George W. Bush en 2002, cuando
tuvo la ocurrencia de sugerir la tala de bosques para evitar los incendios.
Desde hace más de una década es casi unánime la necesidad de volver a
cuidar nuestros espacios rurales como hacían nuestros antepasados. Recuerdo también
la intervención en aquel curso de Aurelio García Bermúdez, que fue alcalde de
Hoyos y hoy preside la Red Española de Desarrollo Rural, con otra
de esas aseveraciones para reflexionar durante un buen rato: “son más útiles
para prevenir los incendios 20 pastores con 20 cabras que cualquier otra medida
que podamos imaginar”. Y es que, además
del desalmado o del infortunio que prende fuego al monte, el problema que vemos
cada verano también radica en el abandono de los pueblos y aldeas de gran parte
de la península ibérica, un mal que se repite en otros lugares de Europa y que no
se logra atajar. Si la población rural
es cada vez más escasa y está más envejecida, acabaremos teniendo amplias zonas
de nuestro territorio desamparadas y sin posibilidad de cuidarlas ni sacarles
provecho. La solución no es fácil, el éxodo hacia las ciudades parece que no
tiene fin, y los llamados neorrurales
no son más que una anécdota sin relevancia alguna desde el punto de vista
demográfico. Por cierto, ¿cuándo llegarán estos problemas demográficos a la
primera línea del debate político?
Publicado en el diario HOY el 12 de agosto de 2015.
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