Hay
quienes necesitan averiguar que las películas tienen final feliz para empezar a
verlas. Es una opción respetable porque se trata de ocio y ahí cada uno es muy
libre de elegir drama, comedia o cine de autor. Cuando uno lleva este planteamiento
a la vida, evitando cualquier contacto con la realidad que pueda provocar
tristeza o desazón, la cuestión toma otro cariz, pues ni el mundo es un plató
en el que se rueda de manera continua un “Show de Truman”, ni el escapismo parece
una postura ética en estos días.
Entre
preocuparse por el mundo y regodearse en el dolor siempre hay un término medio,
algo que aprendimos en el año 1993 quienes pudimos ver cómo los medios
estiraban hasta el infinito la curiosidad morbosa de los horribles asesinatos
de unas niñas en Valencia. Para tener conciencia de los problemas que existen
no es necesario abrir en canal todos los detalles de los acontecimientos: nos
basta con entender lo ocurrido y saber actuar en consecuencia y racionalmente.
Las
noticias de los últimos días me han recordado una tarde, también de 1993, en la
que fundamos el primer grupo de Amnistía Internacional en la ciudad de Badajoz.
Han pasado 22 años y muchas cosas han cambiado: ya no recibimos un voluminoso
sobre con los casos de personas por las que teníamos que ocuparnos sino que nos
llega todo al instante por ese mundo mágico llamado internet. Pero la tarea de
sensibilizar a la ciudadanía sobre los males que padecen otros seres humanos no
ha sido nunca tarea fácil, especialmente si están a miles de kilómetros, no
hablan nuestro idioma, no tienen nuestra cultura y practican religiones extrañas.
Durante mucho tiempo aprendimos que, desgraciadamente, las imágenes eran lo que
mejor espoleaba la solidaridad: una fotografía de las lesiones de un torturado,
el vídeo de un lapidamiento o la imagen de una madre y su bebé pidiendo agua
tras una alambrada eran siempre más útiles que explicar minuciosamente lo que
pasaba en Timor Oriental, Somalia o Ciudad Juárez.
El
miércoles pasado un niño llamado Aylan nos heló el alma y parece que todo el
mundo se avergüenza de permanecer inmóvil ante la barbarie. Sé que no es lugar
ni momento para analizar quién es el culpable de todo esto, si fue Bashar
al-Asad o quienes alimentaron a sus opositores sin caer en la cuenta de que el
remedio era peor que la enfermedad. La cuestión es que tenemos a millares de
personas huyendo de la muerte y metiéndose en cualquier barquito agujereado con
tal de salir de allí. Y lo seguirán haciéndolo porque, aunque no lo sepamos, muchos
otros niños como Aylan siguen muriendo cada día sin que su imagen salga en los
periódicos.
Son
los dramas que existen y que no dejarán de acontecer tapándonos los ojos. Ahora
lo urgente es salvar a los que mueren en las playas, pero lo más importante es ir
preparando un mundo en el que quepamos y convivamos todos. Nada fácil.
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