El
domingo, mientras caminaba hacia el Ayuntamiento para guardar un minuto de
silencio por las víctimas de los últimos atentados, pregunté a unas cuantas
personas cómo se llamaba el niño sirio que nos estremeció el alma hace apenas dos
meses. Solo una persona lo recordaba y
he de reconocer que yo tampoco acerté a deletrear el nombre correctamente. Han
pasado solo cinco días desde lo ocurrido en Beirut y París, pero ya solo nos
acordamos de lo de esta última ciudad. En cinco días hemos tenido tiempo de
escuchar todas las interpretaciones posibles porque, de la noche a la mañana,
todo el mundo se ha vuelto un especialista en los problemas de Oriente Medio y
el que no aporta una solución, aunque sea la más peregrina, parece como si no
estuviera a la altura de las circunstancias.
Este
mundo no tiene fácil solución. Aquel bravucón que vocifera que esto lo arregla
en dos patadas o con no sé cuántos aviones, es probablemente el más
indocumentado y torpe del contorno. Imagino que para saber salir de aquí será
imprescindible conocer cómo hemos llegado hasta este punto, algo que parecen
querer obviar demasiados. En cualquier
caso, creo que no hay nada como seguir los consejos que nos dan en situaciones
similares: los expertos en emergencias y catástrofes aconsejan mantener la
calma y la cabeza fría, porque muchas veces es peor el pánico y la decisión en
caliente que el propio peligro en el que estamos inmersos.
En Francia,
sin embargo, no se daban las circunstancias para actuar con esa calma: Hollande
siente las pisadas cercanas de Marine Le Pen y cualquier cosa que no fuera una
contundencia inmediata habría sido considerado como una muestra de debilidad.
Así que en 48 horas ya estaban bombardeando la ciudad de Raqqa, bastión de unos
yihadistas que quizá habrían huido, y no sabremos si la metralla habrá causado
alguna víctima inocente. La venganza solo sirve para satisfacer una rabia que
se puede entender, pero que jamás es útil para hacer justicia.
Uno
quisiera creer que hemos aprendido de los errores, que jamás volveremos a
vender armas a los enemigos de nuestros enemigos, que nunca invadiremos países
para empeorar la vida de la gente y que antepondremos los derechos humanos a
cualquier otro interés a la hora de entablar relaciones políticas, económicas y
comerciales. Pero la memoria individual es frágil y la colectiva es como una
cristalería de bohemia en una caja llena de piedras: yo ya no me acordaba de
Aylan Kurdi, nuestros gobiernos no saben qué pasó en Iraq, nadie recuerda quiénes
fueron nuestros primeros “amigos” en Afganistán.
Muchos
ya han nombrado la palabra “guerra” y hay quienes se apresuran a reformar
constituciones para enterrar derechos civiles a cambio de seguridad. Eso es
precisamente lo que quieren los asesinos de Beirut y de París: que no seamos
libres y que juguemos a la guerra contra ellos. Urgen soluciones para Oriente
Medio, pero qué peligroso es decidir en caliente.
Publicado en HOY el 18 de noviembre de 2015