18 noviembre, 2015

¿Cómo se llamaba el niño sirio?

El domingo, mientras caminaba hacia el Ayuntamiento para guardar un minuto de silencio por las víctimas de los últimos atentados, pregunté a unas cuantas personas cómo se llamaba el niño sirio que nos estremeció el alma hace apenas dos  meses. Solo una persona lo recordaba y he de reconocer que yo tampoco acerté a deletrear el nombre correctamente. Han pasado solo cinco días desde lo ocurrido en Beirut y París, pero ya solo nos acordamos de lo de esta última ciudad. En cinco días hemos tenido tiempo de escuchar todas las interpretaciones posibles porque, de la noche a la mañana, todo el mundo se ha vuelto un especialista en los problemas de Oriente Medio y el que no aporta una solución, aunque sea la más peregrina, parece como si no estuviera a la altura de las circunstancias.

Este mundo no tiene fácil solución. Aquel bravucón que vocifera que esto lo arregla en dos patadas o con no sé cuántos aviones, es probablemente el más indocumentado y torpe del contorno. Imagino que para saber salir de aquí será imprescindible conocer cómo hemos llegado hasta este punto, algo que parecen querer obviar demasiados.  En cualquier caso, creo que no hay nada como seguir los consejos que nos dan en situaciones similares: los expertos en emergencias y catástrofes aconsejan mantener la calma y la cabeza fría, porque muchas veces es peor el pánico y la decisión en caliente que el propio peligro en el que estamos inmersos.

En Francia, sin embargo, no se daban las circunstancias para actuar con esa calma: Hollande siente las pisadas cercanas de Marine Le Pen y cualquier cosa que no fuera una contundencia inmediata habría sido considerado como una muestra de debilidad. Así que en 48 horas ya estaban bombardeando la ciudad de Raqqa, bastión de unos yihadistas que quizá habrían huido, y no sabremos si la metralla habrá causado alguna víctima inocente. La venganza solo sirve para satisfacer una rabia que se puede entender, pero que jamás es útil para hacer justicia.

Uno quisiera creer que hemos aprendido de los errores, que jamás volveremos a vender armas a los enemigos de nuestros enemigos, que nunca invadiremos países para empeorar la vida de la gente y que antepondremos los derechos humanos a cualquier otro interés a la hora de entablar relaciones políticas, económicas y comerciales. Pero la memoria individual es frágil y la colectiva es como una cristalería de bohemia en una caja llena de piedras: yo ya no me acordaba de Aylan Kurdi, nuestros gobiernos no saben qué pasó en Iraq, nadie recuerda quiénes fueron nuestros primeros “amigos” en Afganistán.


Muchos ya han nombrado la palabra “guerra” y hay quienes se apresuran a reformar constituciones para enterrar derechos civiles a cambio de seguridad. Eso es precisamente lo que quieren los asesinos de Beirut y de París: que no seamos libres y que juguemos a la guerra contra ellos. Urgen soluciones para Oriente Medio, pero qué peligroso es decidir en caliente.

Publicado en HOY el 18 de noviembre de 2015

04 noviembre, 2015

Las están matando


Hace más de 20 años que comencé a colaborar en Extremadura con una organización de Derechos Humanos. En las múltiples charlas que di por centros educativos y asociaciones siempre había alguien buscando un titular y preguntando cuál era el mayor problema de Derechos Humanos en España o en el mundo. Mi respuesta siempre era la misma, la que solía utilizar nuestra organización y que recomendaba no establecer tablas de clasificación como en una liga de fútbol. En aquellos tiempos en los que el terrorismo parecía el más grave asunto humanitario de este país, había que ser muy atrevido para poner un par de problemas más encima de la mesa y que fueran de mayor gravedad.



Hoy sigo pensando que de poco sirve hacer un ranking, pero he de reconocer que durante años no nos atrevimos a decir algo sobre lo que teníamos muchos datos. Aunque nos parezca extraño, había y hay por aquí violaciones de derechos humanos más crueles que el más brutal de los terrorismos. Si exceptuamos el año 2004, en el que murieron casi 200 personas en los trenes de Madrid de un aciago 11 de marzo, en los últimos 30 años ha sido siempre mayor el número de víctimas de violencia de género que de terrorismo. Ni que decir tiene que la trascendencia mediática y la utilización de recursos públicos para combatirlos ha sido muy dispar, y uno no quiere creer que esa distinción dependiera de quiénes eran las víctimas, si conocidos políticos o mujeres anónimas. Pero la realidad es que semana a semana siguen siendo asesinadas y no hemos logrado todavía reunir las fuerzas de toda la sociedad para que esta situación pase a estar en la primera página de la agenda política y ciudadana.



Uno tiene la esperanza de que el próximo sábado sea el día en que todo empiece a cambiar. En las calles de Madrid van a estar manifestándose no solo las que han sufrido, las feministas o las asociaciones de mujeres, sino que se espera que la ciudadanía de todos los colores y edades se dé cuenta de que no se puede dejar pasar el tiempo. No sé dónde escuché por primera vez aquello de “nos las están matando”, pero cada vez que interrumpen un boletín de noticias uno no puede dejar de pensar en ellas, en mujeres como nuestras madres, hermanas, compañeras, hijas o amigas, que están siendo asesinadas sin la respuesta contundente de la sociedad. Así que este 7 de noviembre será el día, pasaremos esa página y abriremos una nueva en la que la violencia machista se vea acorralada por la unanimidad de todo el mundo, y empezaremos a no consentir la desigualdad y la violencia en ningún lugar: ni en las escuelas, ni en los centros de trabajo, ni en los hogares, ni en los programas de televisión, ni en las letras de las canciones, ni en esos míseros chistes que no tiene ni la más mínima gracia. Las queremos vivas, a todas.

Publicado en el diario HOY el 4 de noviembre de 2015

 

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