30 octubre, 2019

Desigual


En el verano de 2012 pasé unos días de vacaciones en una gran ciudad de la península y me di cuenta de que había muchas tiendas con el llamativo nombre de desigual. Hasta entonces no sabía de su existencia y me puse pensar en el proceso que llevó a bautizar así a una tienda de ropa que, a simple vista, parecía más colorida y desenfadada de lo habitual.

Desigual es sinónimo de diverso, un adjetivo que nos sugiere imágenes gratificantes de multiculturalidad, de diferencia y de contrastes. En cambio, el sustantivo desigualdad arrastra una enorme carga negativa que se agiganta cuando la escribimos en plural y hablamos de las desigualdades. Se dice que ellas son las causantes de la mayoría de los problemas que acucian a la humanidad, aunque hay quienes prefieren darle la vuelta al razonamiento y afirman que son la consecuencia de sistemas injustos, de mecanismos que hacen que todo se acabe concentrando en unas cuantas manos y que cada vez sea mayor el número de los que no tienen casi nada.

La desigualdad se soporta bien al principio, se entona un “qué le vamos a hacer” o un “así es lo vida” y el tiempo te va poniendo en tu sitio. Acomodarse a lo que hay es una herramienta de supervivencia y se desactiva rápidamente cualquier reclamación de justicia porque eso significaría meterse en problemas. Reivindicar está mal visto y es mejor mendigar, reclamar con sumisión y como favor lo que es de justicia,  antes que poner en tela de juicio el sistema. Siempre será más fácil que los acaparadores desprendan algo de caridad, porque eso de repartir equidad sería poner en riesgo los botines.

Ecuador, Chile o Líbano han sido noticia últimamente, en todos esos lugares hemos visto a fuerzas armadas apalear a sus pueblos y todos tienen en común el hartazgo de quienes ya no pueden más. Cuando se vive en otro mundo, cuando tienes la suerte de no tener que ir contando moneda a moneda lo que te falta para llegar a fin de mes, se corre el peligro de no sentir empatía con aquellos a los que les han subido el precio de un abono de transporte que se les lleva un 15% del salario mínimo.

A la desigualdad económica se unen otras muchas: las que se sufre cuando eres mujer en lugar de varón o negro en lugar de blanco. También cuando el destino te ha hecho nacer en un hospital de Suecia o en un poblado de Haití, en el que las huellas de un terremoto son tapadas por las de un huracán.

Ayer me enteré de que esa ropa desenfadada y colorida, esa que pasea por el mundo el adjetivo desigual, no es precisamente barata. Desconozco si la marca recibe premios por su responsabilidad social corporativa o es otra de esas que confecciona en Bangladesh a 20 céntimos la prenda. Sí me urge saber qué van a hacer quienes nos gobiernen para equilibrar las desigualdades profundas. Todo lo demás me parece infinitamente secundario.

Publicado en el diario HOY el 30 de octubre de 2019

25 octubre, 2019

La libertad guiando al pueblo. Actualización.

Atribuyen a Rosa Luxemburgo una frase: quien no se mueve, no siente sus cadenas. Hay quien no ama la libertad porque no sabe usarla. Es como la oveja que cree que el mundo acaba en la valla del redil, que no se siente esclava y que cree estar en la gloria cuando salta sin sobrepasar los límites.

La libertad guiando al pueblo aparecía en el libro de octavo de EGB e ilustraba los sucesos del 14 de julio de 1789. Algunos años después descubrí que pretendía inmortalizar sucesos ocurridos cuatro décadas después.

Nos están constantemente diciendo que hay que actualizarse: las aplicaciones del móvil, las capacidades profesionales, las metodologías didácticas. Todo. 

También hay que poner al día lo que entendemos por libertad, en una época en la que la represión y el palo son más aplaudidos que la discrepancia.

La libertad. O tal vez deberíamos hablar de las libertades, se perderán antes por la desidia de los que no se mueven, que por la represión de quienes imponen mordazas (o de quienes, pudiendo, no quieren quitarlas).


16 octubre, 2019

Sentencias de aquí y de allá


La periodista Ayla Albayrak publicó un artículo en 2015 sobre enfrentamientos armados entre fuerzas turcas y jóvenes afiliadas al PKK del Kurdistán. Su nombre apareció más tarde en los informes de Amnistía Internacional, tras ser juzgada y condenada a dos años y un mes de prisión. Ayla fue acusada de un delito de propaganda terrorista en un país como Turquía, que celebra elecciones y pertenece a la misma organización militar que España, pero que acaba de iniciar, con cierto beneplácito occidental, una ofensiva para aniquilar a las mujeres kurdas que se jugaron la vida frente al Daesh.



Las leyes de Erdoğan son claras y hay que cumplirlas a rajatabla. Si una periodista publica un artículo equidistante hacia unas milicianas kurdas, puede acabar con sus huesos en una prisión turca que, como sabemos por El expreso de Medianoche, son lo más parecido al infierno.



Cuando un mismo hecho es totalmente legal en un sitio y duramente castigado en otro, nos suele dar una pista sobre la falta de libertades en el país que posee el código penal más duro, aunque no siempre sea así. A quienes escribimos nos parece incomprensible que alguien pueda perder su libertad por un artículo, por un hecho que en otro lugar del planeta no supone ningún riesgo para nadie. Hay muchos casos similares en el mundo: desde quienes practican un aborto, consumen drogas o tienen relaciones con personas de su mismo sexo a un lado de la frontera y con todo el amparo de la ley, a quienes corren el peligro de perder la libertad y la vida por hacer lo mismo en otro lado.



Desde el lunes no dejo de pensar en fechas como el 20 de mayo de 1980 y el 30 de octubre de 1995 en Quebec, o el más reciente 18 de septiembre de 2014 en Escocia. Durante esos días no hubo nadie detenido, no hubo actuaciones policiales, no hubo heridos, no se abrieron procesos sumarísimos en tribunales especiales y nadie, absolutamente nadie, tuvo que pasar ni un solo día en la cárcel por intentar dilucidar mediante referéndum si querían seguir siendo canadienses o abandonar el Reino Unido.



Sí, la ley es la ley. Ya lo hemos oído en el Supremo de aquí y en el de Ankara. Si un mismo asunto acaba de buenas maneras en un lugar y de forma trágica en otro, es porque el sentido común se ha quebrado en algún momento. Quien crea que con sentencias ejemplarizantes, desmedidas o vengativas se va a solucionar un problema de siglos, quizá esté ganando réditos cortoplacistas pero se esté equivocando a largo plazo. Se podrá acallar durante un tiempo a Ayla Albayrak pero la realidad seguirá existiendo y Erdoğan, por muchas leyes y elecciones que lo respalden, seguirá sin ser entendido por el mundo que cree en los Derechos Humanos. Nos consuela pensar que aquí es poco probable que nos encarcelen por escribir lo que pensamos y que podemos hablar de todo abiertamente. Espero no estar pecando de iluso. 

Publicado en el diario HOY el 16 de octubre de 2019. 

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02 octubre, 2019

Notre-Dame y el Amazonas



Llevo desde hace dos días intentando averiguar si ese vídeo de Telemadrid, en el que el alcalde Almeida afirma que preferiría donar dinero para reconstruir una catedral gótica antes que el mayor bosque del planeta, es una manipulación burda o no lo es. Cuando me lo contaron el lunes no di crédito y pensé que era una más de esas bromas que se hacen recortando fragmentos de audio y montándolos de manera magistral.



Ayer ya me convencieron de que era real, que no había truco alguno y que el alcalde de Madrid había hecho una elección ante esas tesituras a la que te someten los más pequeños, que bien te ponen en la disyuntiva del susto o muerte, o bien te obligan a decantarte entre un pokémon o un power ranger.



Fue Almeida pero podría haber sido cualquier otro, así que no merece la pena hacer leña del árbol caído porque sus palabras le van a perseguir durante un tiempo y es muy probable que se arrepienta de sus afirmaciones en cuanto tenga cinco minutos de tiempo para reflexionar con un poco de profundidad.



No sé si en la próxima reforma educativa se modificará el curriculum de primaria y se incluirá entre las competencias básicas la de saber distinguir entre lo importante y lo imprescindible, unos términos que se parecen porque comienzan por el mismo trío de letras y poco más. La lista de lo importante se puede hacer todo lo larga que se quiera y ahí estaría el patrimonio histórico-artístico, que no siempre ha tenido la consideración que merece. Basta recordar, a modo de ejemplo, que la ciudad en la que habito rompió hace unos años un recinto amurallado y completo de varios siglos de antigüedad para levantar vulgares avenidas. Cuidar, respetar y mantener el legado de nuestros antepasados es una obligación ciudadana y de las instituciones, una tarea que comienza por el conocimiento, porque aquello que se ignora jamás puede ser valorado en su justa medida.



De todo el episodio de Almeida no sé si me preocupa más su elección espontánea o la explicación posterior a las criaturas. Podría haber argumentado que preferí recuperar una obra humana de difícil restitución antes que una floresta que, quizá, la naturaleza haga rebrotar. Sin embargo cometió el error de identificar una catedral gótica medieval como símbolo Europa, como si la Sinagoga de Praga o la Alhambra no fueran también símbolos de este continente, y lo remató con un eurocentrismo de libro, como si fuéramos la estirpe suprema de la humanidad.



Lo que sí nos llena de esperanza es que en este país haya niños de menos de 10 años capaces de poner en ridículo a un alcalde, advirtiéndole de lo imprescindible de la selva amazónica para la preservación del género humano. Les faltó pedagogía a los chavales: si le hubieran dado a elegir entre la medalla de oro heredada de su abuela o un pulmón, habría tenido clara la respuesta y habría distinguido lo importante de lo imprescindible. O tal vez no. 


Publicado en el diario HOY el 2 de octubre de 2019



Un mundo en guerra

Un periódico de la capital anunciaba el pasado domingo que Europa se estaba preparando para un escenario de guerra. La palabra escenario es ...