25 marzo, 2020

Lo común, lo de todos los días

La música, la radio, la lectura, el cine y la inabarcable producción mundial de series van haciendo pasar los días confinados de una manera medio saludable para nuestras mentes. Desde que nos tocó encerrarnos en casa para intentar salvar nuestras vidas, las de nuestros mayores y las de todos los seres humanos del planeta, nos vienen a la cabeza versos sueltos que no sabemos quién escribió y estrofas de canciones que teníamos olvidadas.



Ayer, tras once días de confinamiento, se me anidó una canción de Silvio Rodríguez que habla de lo común, de lo de todos los días. Lo cotidiano se puede convertir en una pesada losa salvo que sepas sacarle jugo a los libros que pueblan los estantes, a esa serie danesa que te recomendaron, a ordenar las fotografías de los últimos tres años o a reciclar todo aquello que no volveremos a usar.



No sé si todo esto nos servirá para darnos cuenta de en qué consiste lo común. Creíamos que el mundo estaba bien organizado, sobre todo si teníamos una buena parcela que disfrutar, con cancela automática, vallado en todo el recinto, cámaras de control de intrusos y protección durante las 24 horas desde una de esas empresas de seguridad que llenan de publicidad las radios y que juegan con el miedo, la palabra abstracta más difícil de definir.



La parcela nos alejaba de la miseria, de lo que no queríamos ver, de los sufrimientos que siempre eran ajenos porque nos había tocado en suerte la cara A de la opulencia. Y un día nos llega por el aire un virus que no distingue, en principio, los pulmones de La Moraleja o de Usera, de Pedralbes o de La Mina, de Las Vaguadas o de Aldea Moret. Es entonces cuando nos damos cuenta de que lo común era importante y que aquí no valen cotos privados, zonas vips o clases preferentes para estar a salvo, aunque el confinamiento es bien diferente si tienes un empleo estable y que te permite teletrabajar, o si te toca cargar con incertidumbres laborales y económicas para añadir a las que ya tenemos.



Quizá estemos haciendo demasiados planes para cuando pase la tormenta, pero también es la mejor terapia para no caer en el pesimismo, en la ansiedad, en el insomnio o la depresión. No me cabe duda de que tendremos que repensar muchas cosas cuando salgamos de esta y que otros retos, como la eliminación de la pobreza o la preservación del planeta ante el cambio climático, los tendremos que universalizar sin excepciones, sin fronteras geográficas y sin clasismos excluyentes.



Así que nadie no nos va a quitar la ilusión de luchar por lo común, por lo de todos los días, por descalzarse en la puerta, por la mano amiga, por la sorpresa casi cotidiana del atardecer, por el mantel de la mesa, por el café de ayer, por los pequeños terribles encantos que tiene el hogar. No he sido nada original, todo este párrafo ya nos lo cantó Silvio hace 42 años.

Publicado en el diario HOY el 25 de marzo de 2020

11 marzo, 2020

El virus más peligroso del mundo


Entre sembrar el pánico por la aparición de una nueva cepa de virus y quitarle toda importancia imagino que hay un término medio, un aconsejable punto de sensatez, imprescindible ante cualquier emergencia, y que consiste en no perder la calma, hacer caso a las indicaciones de las autoridades responsables y no crear más problemas de los ya existentes. Recuerdo que esa era también la primera medida que había que tomar ante cualquier accidente de tráfico: aunque el test te sugiriera respuestas plausibles como sacar a las víctimas de los vehículos o reanimarlas, la contestación correcta siempre era la de señalizar todo para evitar más accidentes y males mayores.



El tiempo dirá si nos estamos protegiendo en exceso o si todas y cada una de las medidas y prohibiciones eran necesarias. Mientras tanto, tenemos a medio mundo hablando de un virus con forma de corona y al otro medio sumido en situaciones ignoradas, como la que ha afectado a los 6000 niños muertos por sarampión en la República Democrática del Congo. Nada es importante salvo que pueda afectar al llamado primer mundo. Quizá por eso los medios llevan semanas convirtiendo cada información en un programa radiofónico de tarde dominical, contando el número de posibles contagios, casos confirmados y víctimas mortales como si fueran el minuto de juego y resultado de una jornada de liga.



No hay tiempo ni sosiego para caer en la cuenta de que en 2019 murieron en España 6.300 personas por la gripe, en tanto que el coronavirus apenas ha pasado de 4000 en todo el mundo y de 35 en España. Podríamos deducir que quizá no estemos ni ante el peor virus ni la peor enfermedad conocida de los últimos años sino ante la que más nos ha ocupado y preocupado, hasta el punto de que hemos vuelto a ver en la vieja Europa a gente acaparando víveres en los supermercados como si la penúltima distopía de Black Mirror estuviera llamando a la puerta.



Mientras se mantienen todas las cautelas ante un virus del que se conoce todavía poco, lo que sí parece claro es que hay virus más peligrosos en la faz de la tierra, que llevan tiempo expandiéndose y que están produciendo tantas víctimas que no sabemos ni contarlas: Grecia lleva semanas gaseando a refugiados sirios con el aplauso de la Unión Europea, que vitorea con orgullo a sus centinelas de las fronteras exteriores; la xenofobia y el racismo alcanzan cotas que este continente no veía desde hace 80 años; las mascarillas desaparecen de los hospitales y el código ético más generalizado se resume en tres palabras que cantaron los de Vetusta Morla: sálvese quien pueda.



Tarde o temprano habrá vacuna para el COVID-19 y en el primer mundo respiraremos más tranquilos. Para el virus más peligroso del planeta, el que propaga desprecio y odio a los que son diferentes y más pobres, no hay multinacional farmacéutica que esté investigando. Es lo que pasa cuando las víctimas no tienen ni un céntimo.  

Publicado en el diario HOY el 11 de marzo de 2020


 

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