Me enseñaron que para explicar cualquier término había que evitar nombrar la propia palabra o sus variantes. El diccionario me da cuatro definiciones de violencia y en todas se recurre a un adjetivo o a un verbo con idéntica raíz. Recurrir a la violencia es abdicar en cierta manera de nuestra condición humana, a la que se le suponen capacidades instrumentales y cognitivas para solucionar cualquier conflicto sin tener que arremeter con ímpetu, fuerza, ira o ensañamiento.
Llevamos cuarenta días en los que diversas formas de violencia nos aparecen en primer plano. Las guerras han sido siempre eso desde el principio de los tiempos: ejércitos que actúan siguiendo una cadena de mando y soldados que cumplen de manera ciega, sin importarles si las víctimas son personas que tienen familia, afectos, esperanzas e inquietudes. En los conflictos bélicos todo vale si se logran los objetivos militares, estratégicos y políticos, aunque ya sabemos que detrás de todos esos están los económicos.
Ginebra, además de ser la sede de importantísimos bancos a los que llevan sus fortunas nuestros multimillonarios patrios, esos que cuando son ajenos llamamos oligarcas, fue sede de una Convención que trataba de humanizar las reglas del juego bélico. Pero en tiempos de guerra no hay normas que valgan, porque en casi todas ellas hemos conocido atrocidades a civiles como las que ahora vemos en Bucha: las vimos en Vietnam, en Afganistán, en Bosnia, en Iraq, en Siria y en los otros 17 lugares del mundo que viven hoy entre balas, bombas o machetes.
Junto a estas violencias mayúsculas están las que se escriben con letra pequeña, las que parecería que no tienen importancia alguna salvo si te toca ser el sujeto paciente de una de ellas. Esta semana hemos vuelto a escuchar términos como violencia vicaria, aquella que se ejerce sobre un tercero para que sea todavía mas dolorosa. Hay personas expertas que analizan los distintos tipos de violencia y establecen taxonomías según quien sea la víctima, el victimario o el móvil del crimen, pero también quienes se niegan a llamar a las cosas por su nombre y prefieren hablar de violencia intrafamiliar en lugar de violencia machista. ¿Será posible que hasta una cuestión de este tipo sea moneda de cambio en las negociaciones para para formar gobiernos?
1135 mujeres han muerto a manos de sus parejas o ex parejas en los escasos 18 años que llevamos contándolas. Antes también había: solo hay que darse una vuelta por las hemerotecas y repasar las antiguas páginas de sucesos, en las que bajo el cínico nombre de “crímenes pasionales” se blanqueaban asesinatos infames que ni siquiera hemos empezado a contabilizar para no avergonzarnos más como país.
Necesitamos sociedades no violentas y conseguirlo no será fácil porque vamos en sentido opuesto al deseable. La violencia verbal y gestual, el lenguaje guerrero impregnando desde los dibujos animados hasta las retrasmisiones deportivas, o las letras de las canciones trasmitiendo sibilinamente estructuras mentales de dominación y sometimiento no nos ayudan a traer un mundo más pacífico. Mientras paramos las guerras, pensemos también en educar para la paz, palabra con ocho entradas en el diccionario y 23 expresiones más agradables que todas esas violencias.
Publicado en el diario HOY el 6 de abril de 2022
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