Cada vez que paso por un aeropuerto me acuerdo del 11 de septiembre de
2001. Desde entonces viajar en avión es un ejercicio práctico de ser un preso o
un delincuente peligroso. Hay que quitarse los zapatos y el cinturón, vaciar
los bolsillos, abrir la maleta, mostrar cada botecito de champú o de colonia,
que siempre tendrá menos de 100 mililitros, pasar por un arco que detecta
metales y someterse a cacheos y malos modos en diferentes idiomas. Unos cuantos
locos querían acabar con el llamado mundo libre y acabamos por concederles el
deseo de forma rocambolesca. Las empresas de seguridad son de las pocas que no
se resienten de la crisis y los empleados de las mismas trabajan a destajo
inspeccionando equipajes y pasajeros, recordándonos que bajo la más inocente de
las apariencias existe la sospechosa posibilidad de estar ante un secuestrador
aéreo o un terrorista suicida. Toda la parafernalia paranoica de los
aeropuertos mundiales se debe, fundamentalmente, a la entidad de quienes
murieron hace diez años en las torres gemelas de Nueva York. Sí, así de duro.
Porque en situaciones de igual violencia y arbitrariedad ya habían muerto
millones antes y varios cientos de miles después. La diferencia radica en que
aquel día, quienes dirigen los hilos del mundo, vieron que el terror que ellos
causan con un mando a distancia podía llamar al timbre de sus puertas y
devorarlo todo como un fuego similar al de ese sitio imaginario que denominan
infierno. Diez años y un día, parece una condena. Un tiempo en el que hemos
aceptado ser tratados casi como animales a cambio de estar seguros. Pero
seguros, ¿de qué?
Publicado en la contraportada de EL PERIÓDICO EXTREMADURA el 12 de septiembre de 2011.
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