No pudo ser. Troy Davis estaba vivo el pasado miércoles y dejó de estarlo en la madrugada del jueves. Ni estaba enfermo, ni pretendía suicidarse. Quería seguir vivo y se topó con las leyes de la primera democracia del planeta, que se apresuraron a introducir en sus venas sustancias letales. Fue ejecutado sin que nadie pudiera impedirlo, y de poco han servido las innumerables dudas sobre la autoría del crimen por el que estaba acusado. Ni siquiera las peticiones de clemencia llegadas desde todos los rincones el mundo. El relato de sus últimos minutos de vida conmueve a cualquiera que tenga una pizca de sentimientos, pero quizá haya llegado el momento de hablar sin tapujos de los asesinos de Troy, de aquellos que, como el candidato a la Casablanca Rick Perry, afirman vivir tranquilamente tras firmar 234 sentencias. El concepto troglodita de justicia, que se basa en responder al mal con otro mal superior, todavía campa a sus anchas en muchos lugares del planeta. Troy ha pedido a sus familiares y amigos que luchen por aclarar su inocencia y me pregunto qué ocurriría si eso se demostrara. ¿Estarían dispuestos a recibir la inyección letal todos los que han apoyado o consentido esta barbarie llamada pena de muerte? Si preocupantes son los asesinos de Troy, no lo son menos sus cómplices, los que miran a otro lado y permanecen de brazos cruzados mientas China fusila a millares cada año y en Estados Unidos se llenan de monos naranjas los corredores de la muerte. Poco podemos hacer ya por Troy, lo sabemos, pero es mucho lo que tenemos en nuestras manos para salvar a otros como él. Se puede.
26 septiembre, 2011
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