Pocas
cosas son tan variables como el concepto de lujo que tiene cada ciudadano. A mí
me parece un lujo que haya escuelas taurinas sostenidas con fondos públicos; en cambio, creo que merece
la pena tener una buena orquesta que se dedique a ofrecer una programación de
conciertos y otras actividades para la difusión de la música clásica. Imagino
que quien tenga puestas sus esperanzas en el arte de Cúchares
que pueda desarrollar su hijo pensará todo lo contrario, que para qué tiene
que estar él pagando de sus impuestos a unos violinistas que leen esos símbolos
tan raros que hay en
las partituras. Si no somos capaces de ponernos de acuerdo en qué es fundamental y qué
es accesorio, estaremos haciendo un flaco favor a las futuras generaciones. La
asistencia sanitaria, social y educativa de las personas deberían ser los tres
pilares básicos e intocables de una sociedad que quiera denominarse humana. A
partir de ahí entramos en
terrenos discutibles: una autopista, un
tren de alta velocidad o un hipermercado pueden ser más o menos necesarios,
pero se puede sobrevivir sin ellos. Una fuente ornamental o la ayuda a un
equipo profesional de baloncesto serían dos ejemplos de elementos superfluos y
prescindibles, de esos que habría que ahorrarse ahora y quizá siempre. Y en medio de todo queda la
cultura, en
tierra de nadie. Muchos pensando que es innecesaria y sin atreverse a decirlo
públicamente Pero la veda está a punto de abrirse, ya hay quien habla de lujos
innecesarios y sólo nos queda que se vuelva a poner de moda aquella canción de Kortatu: La cultura es tortura, no nos
vamos a engañar.
Publicado en la contraportada de EL PERIÓDICO EXTREMADURA el 3 de octubre de 2011.
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