Desde aquella cogorza de Fernando Arrabal hablando del
milenarismo, me produce carcajadas oír cualquier cosa sobre el fin del mundo o
el apocalipsis. Mi profesor de Historia nos contó lo que ocurrió en el año 1000,
y todavía recuerdo a Álvarez Cascos
en la nochevieja de 1999, informándonos del operativo especial que habían
diseñado por si los ordenadores empezaban a estrangularnos a todos y a
perseguirnos por los pasillos con la llegada del tercer milenio. Muchas veces
he pensado que quienes murieron en Hiroshima, en las Torres Gemelas o en los
maremotos de 2004 en Indonesia o del año pasado en Japón se fueron con la duda
de si estaban ante el fin del mundo. En cualquier caso, el mundo ya no existe
para ellos y los problemas los tenemos los que aquí nos quedamos. El miedo, la
superchería y la superstición, en todos sus formatos, no son otra cosa que
cloroformo colectivo en un tiempo tan lleno de dudas como el actual. Si al
desmoronamiento económico de una parte del primer mundo le añadimos todos esos elementos
de película de terror, estaremos ahondando en la confusión. Este mundo necesita
lavarse la cara con agua fría, sentarse a pensar cómo sobrevivir en este barco
y girar el timón para no partirse en pedazos contra las rocas del crecimiento
ilimitado e irresponsable. Pensar que la epidemia de salmonelosis de los
camarotes de primera constituye un problema global es pecar de ombliguismo y miopía político-social. Más
que temer al apocalipsis de 2012 convendría empezar a salvar el mundo con fundamentos
muy sencillos: somos ya 7000 millones de personas y queremos vivir dignamente,
sin miedo.
Publicado en EL PERIÓDICO EXTREMADURA el 2 de enero de 2012 (02/01/2012)
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