Un amigo me envió la anécdota de un antropólogo que
había visitado y estudiado unas aldeas africanas. Trajo una cesta de golosinas
de la ciudad, la colocó debajo de un árbol alejado y llamó a los niños de la
aldea. Trazando una raya en el suelo les sugirió un juego que consistía en que
el primero que llegase a la cesta se la podría quedar para él solo. Los niños
se dieron la mano los unos a los otros, pasearon hasta el árbol y se fueron
comiendo las golosinas. El antropólogo les preguntó por qué habían sido tan
tontos, ya que quien hubiera llegado el primero se podría haber quedado con
todo sin necesidad de repartirlo, a lo que los niños respondieron: ¡Cómo íbamos
entonces a ser felices comiendo uno solo las golosinas y viendo a los demás sin
probarlas! Cierta o apócrifa, la anécdota es una invitación a pensar
en las escalas de valores imperantes, en las que competir es más considerado
que cooperar. Dar codazos y llegar el primero es tenido como un sinónimo de
excelencia y cualquier otro punto de vista alternativo cae en el difamado cajón
de lo utópico y perroflaútico. El mundo no mejorará gracias a
nuevos mesías ni a seres venidos desde otra galaxia, sino que debe iniciarlo
cada uno imitando aquel principio del artista austríaco Hundertwasser,
que defendía el derecho de cada inquilino de un edificio a poder
pintar del color preferido hasta donde alcanzase su brazo por la ventana. Quizá
esa sea la solución: hacer lo que esté en nuestra mano, actuar en nuestro
pequeño círculo, e intentar hacer la vida más fácil a nuestro alrededor. Nos
sentiremos tan felices como aquellos niños africanos.
23 enero, 2012
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1 comentario:
Que reflexíon más profunda y sensata, a la vez que sencilla, pero, amigo mio, vivimos en un mundo en el que por responsabilidad de unos y nuestra propia, se ha convertido en una carrera pro-canibalismo de unos contra otros.Lo vemos día a día nosotros, y por desgracia lo verán las generaciones venideras.
Un abrazo, estupendos artículos.
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