Las
guías turísticas nos advierten de lugares peligrosos en los que nos pueden
quitar la cartera sin que nos demos cuenta. Si se quedan ustedes parados como
pasmarotes ante el maravilloso reloj astronómico de Praga o ensimismados entre el
colorido de las Ramblas de Barcelona, es muy posible que sean blanco fácil de
carteristas y descuideros. Sus técnicas son depuradas y en cuanto agarran un
monedero lo pasan al instante a un compinche, de manera que quien está detrás
puede alzar sus manos y pedir que le registren. Cuando los hurtos o los tirones
aumentan se dice que hay un incremento de la inseguridad ciudadana; si las
cifras descienden, los delegados gubernativos preparan una rueda de prensa y nos
desgranan orgullosos datos y porcentajes sobre la eficacia policial.
En
cambio, los robos perpetrados con corbata desde un despacho elegante parece
como si no lo fueran, como si no contaran en las estadísticas de la inseguridad
ciudadana: es lo que le pasaba a los ancianos que llevaban su cartera bien agarrada
por la calle, pero que fue en una oficina enmoquetada donde les volatilizaron sus
ahorros de forma preferente. La gravedad
de la corrupción que hemos padecido y
seguimos sufriendo no está solo en saber quién se ha llevado a casa un dinero
de manera espuria, sino a quién se lo han arrebatado. Porque cada donativo de
empresarios que acababa en sobres marrones nos lo estaban (y nos lo están)
cobrando a cada uno de nosotros en los injustos y desatados precios de las
viviendas, desde el inicio de los 90 y hasta hoy. Eso sí que es inseguridad
ciudadana y no los carteristas del metro.
Publicado
en EL PERIÓDICO EXTREMADURA el 22 de julio de 2013.
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