No
se crean que con este título y el nombre de
Ana Botella en negrita voy a ser de los que me sume a darle palos a la
alcaldesa por su parrafada del café con leche, todo lo contrario. Durante los
años que enseñé idiomas dedicaba varias semanas iniciales a hacer el payaso y a
provocar que mi alumnado perdiera totalmente la vergüenza, sabedor de que una
de las grandes dificultades de los españoles es el miedo al ridículo a la hora
de imitar acentos y entonaciones, lo que les impide aprender correctamente el
idioma. Siempre les decía que perdieran los complejos y que no tuvieran miedo a
equivocarse, que se lanzaran a hablar con el camarero o preguntando una
dirección por la calle, que siempre se mete mucho la pata cuando se empieza a
aprender algo en la vida pero que eso no importa.
Además,
hay ridículos peores, como el que estos días protagonizan los veteranos de la facultades
universitarias humillando a los nuevos y demostrando tener tan poco cerebro que
no merecerían pisar un día más un recinto universitario. ¿Hasta cuándo vamos a
permitir las instituciones y los ciudadanos que este tipo de ritos iniciáticos
formen parte de una tradición del paleolítico?
En fin:
habrá que escribir un manual de ridiculeces con todos los pormenores. Uno de esos
detalles, que siempre recomendaba a mis alumnos, es que toda esa vergüenza que debe
perderse en determinados momentos hay que guardarla para otros instantes, y que
una intervención pública debe ser sintética, estructurada, clara y bien
pronunciada. En ocasiones el ridículo no está solo en lo que se dice sino en el
lugar, el tiempo y, sobre todo, en el modo.
Publicado en EL PERIÓDICO EXTREMADURA el 16 de septiembre de 2013.
No hay comentarios:
Publicar un comentario