De vez en cuando hay algún que otro
asuntillo turbio que sale a luz pública, ya se trate de unas oposiciones con resultados sospechosos, falseamientos de datos para conseguir una determinada plaza escolar o
comportamientos de dudosa ética cometidos desde lugares de
responsabilidad. Basta con que alguno de estos casos salten a los
periódicos para que la máquina de la memoria se ponga a funcionar y todo
el mundo recuerde casos similares que han ocurrido a su alrededor,
desde procesos selectivos con perfiles tan concretos que solo faltaba
ponerles nombres y apellidos, hasta gentes que se vanagloriaban sin
pudor de tener conocidos en todos los lados para conseguir favores.
Ya
hemos dicho mil veces que la corrupción de las altas esferas es el
reflejo de la que también existe al cabo de la calle. Aunque parezca
contradictorio, no debería inquietarnos tanto lo que se va conociendo,
donde encontramos casos gravísimos, tramas infames, sinvergonzonerías,
trapicheos o, también, simples torpezas. Lo que tendría que empezar a
preocuparnos es cuántos casos habrán desangrado nuestros bolsillos sin
que nos hayamos enterado. Sí, los males que ahora padece la mayoría de
la población se esconden en décadas de picaresca, de alta gama y de
andar por casa, y a la que pocas veces se ha podido pillar. Y me temo
que vamos por el mismo camino: ya verán como el final de esta crisis de
corrupción se acabará centrando en los errores de Elpidio Silva o José Castro y no en el latrocinio continuado de los que parecen claramente culpables.