No debería gustarme el fútbol, pero uno ha de tener alguna
contradicción y prefiero que sea por una de estas cosas irrelevantes. Durante
los primeros quince años de mi vida el fútbol era muy importante. No había día
que no bajara a la calle a jugar en un diminuto triángulo de hierbajos que
todavía existe al inicio del Paseo Fluvial de Badajoz. No llegué muy lejos:
conseguí jugar unos cuantos partidos oficiales en césped (inmenso logro en
aquella época), y luego vi que era muy difícil compaginar los estudios con
noches de entrenamiento al lado del cementerio. Pasé mucho tiempo sin acercarme
a un estadio, hasta que alguien me invitó a un Badajoz-Valladolid de la
temporada 92-93. Allí, en el fondo poniente, escuchando las barbaridades que le
gritaban al portero visitante, decidí no volver a un estadio y creo que solo lo
he incumplido en un par de ocasiones.
El fútbol tiene un lado siniestro que nos asalta de vez en
cuando como el pasado fin de semana o como aquella aciaga tarde en que un niño
perdió la vida en Sarriá por una bengala. La violencia está presente en el
fútbol, en menor medida que en Argentina o en otros países, es cierto, pero
sigue existiendo y es preocupante. Cuando me enteré de lo ocurrido el domingo
junto al Calderón, pensé lo mismo que todos ustedes. Fue al caer la noche
cuando reflexioné un poco más, guiado por las palabras de alguien muy cercano y
que acude muchos fines de semana a nuestros campos de tercera división. Hoy
estamos todos indignados por lo ocurrido – decía – y, sin embargo,
consideramos normal que en los estadios de nuestra región el ambiente se caldee
con insultos y barbaridades hacia el árbitro, los jueces de línea o los
jugadores del equipo contrario. Gritos soeces y violencia verbal delante de
niños y con la presencia de autoridades a las que todo esto debe parecerles un
elemento más del espectáculo.
Hace un par de meses me acerqué a unas pistas deportivas en las
que jugaban al fútbol sala chavales de unos nueve años y estuve un rato
viéndolos detrás de la valla. Me tuve que ir porque no podía soportar a algunos
padres (no todos) y ciertos entrenadores (no todos) que alentaban a actuar más
duramente o amedrentaban a unos jóvenes que solamente pretendían arbitrar un
juego de niños. Sería injusto afirmar que es algo generalizado y sé que hay
gente en el fútbol que intenta impartir otros valores, pero no pude dejar de
recordar la vergüenza ajena que sentí hace veintitantos años en el viejo
Vivero: estar como si nada ocurriera ante el infame espectáculo de quienes se
desahogan con una violencia verbal desmesurada hacia otros seres humanos. Todo
esto no es nada comparado con la muerte del joven gallego, pero si no atajamos
radicalmente todo tipo de violencia es posible que un día se nos vaya de las
manos.
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