Hace unos días he tenido la oportunidad de ver dos películas en
las que el tema era el mismo pero el abordaje bien diferente. Había oído hablar
de una de ellas, titulada Perdiendo el norte, y de la que sabía
dos cosas con antelación: que contaba una historia de jóvenes españoles sobradamente
preparados en Berlín, y que se había convertido en la cinta española más
taquillera del año. A pesar del éxito de público el largometraje me decepcionó,
porque la interpretación era pésima (con alguna excepción) y porque pretendía
ser una comedia que a mí no me hacía ninguna gracia. La segunda obra era un
documental de Icíar Bollaín rodado en Edimburgo y titulado En tierra extraña, con las historias reales de personas jóvenes,
con carreras y posgrados, pero que se sentían incluso afortunadas por trabajar
de pinche de cocina o de camarera de pisos en un hotel de esta bella ciudad
escocesa. A alguna se le saltaban las lágrimas, otras habían perdido la
esperanza y en muchas miradas se leía una cierta impotencia por cambiar algo de
su destino.
Ha sido esta película-documental de Bollaín la que me ha hecho reflexionar
durante varios días, porque en aquellas caras uno no puede dejar de imaginar el
futuro de sus propios hijos, que quizá estén condenados a emigrar o a tener que
alegrarse cada vez que obtengan un contrato corto y mal pagado que los
telediarios publicitarán como un éxito de la política económica. Y es entonces
cuando uno se plantea si merece la pena permanecer al margen de todo, en esa asepsia falsa que llaman
neutralidad política, esperando a que amaine un temporal que parece eterno, o bien
arremangarse y empezar a buscar una salida para quienes no tienen ni barco ni
salvavidas en medio de esta tormenta.
Existe todavía demasiado respeto a la significación política,
especialmente en Extremadura, donde nos conocemos casi todos. En cambio, no
conozco a ningún ser humano que sea apolítico: en cuanto se tiene una edad y una capacidad mental para distinguir lo
justo de lo injusto, todos pasamos a ser elementos que colaboran y cooperan
para que las cosas vayan por un lado o por otro. Me estremece el grito
fanfarrón de tasca que afirma no ser ni de unos ni de otros, que es como ver un
bosque ardiendo y decir que no te decantas ni por los árboles ni por el
fuego. Otra cosa bien distinta es que no
te gusten las opciones organizadas ya existentes, pero eso no convierte a nadie
en apolíticos: como mucho en apartidista y no siempre.
Ahora vienen tiempos en los que nos quedan pocas opciones: permanecer
expectantes mientras buscamos una tierra extraña para las generaciones más
preparadas, o bien tratar de darle la vuelta a esta manera de entender el mundo
que nos han vendido como la única posible. Pero que a nadie le quepa duda de
que ambas son política, una la que te hacen, otra la que intentas hacer.
Publicado en el diario HOY el 8 de abril de
2015
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