En febrero de 1991 la asociación de mujeres Agustina de Aragón dio una rueda de
prensa para denunciar que una fiesta carnavalera llevaría el título de “mi
marido me pega”. Semejante ocurrencia no había surgido de la nada, sino que era
el producto de el último éxito televisivo de la nochevieja, en el que uno de
los miembros del dúo Martes y Trece estuvo
hasta las tantas repitiendo la frase con una peculiar pronunciación del último
fonema consonántico. Reconozco que nunca me hizo mucha gracia ese dúo
humorístico y que desde aquel día pasó a no hacerme ninguna. La cuestión es que
gran parte de la población consideró un exceso la queja de la asociación de
mujeres y continuó riéndose con los programas de Josema y Millán, con los chistes
de gangosos y tartamudos, con los que vejaban a los homosexuales, los que
rezumaban zafiedad machista o los que denigraban a negros, moros o gitanos.
Hemos avanzado y hay cosas que ya no se
volverían a repetir. El humor es un sentido tan necesario como los otros cinco
y el verbo reír suena mejor seguido por
la preposición “con” y no “de”. Las palabras pueden herir y es deseable que la
violencia se ausente, incluso de forma figurada, de todas las declaraciones
públicas o privadas, en redes sociales o en la barra del bar. No es de recibo
que una presidenta de comunidad diga que habría que matar a los arquitectos, ni
que un concejal del PP Palencia quiera le peguen un tiro a un político con
coleta, ni que un concejal de Ahora Madrid desee la tortura y muerte de un ex
alcalde.
Pero convendría diferenciar lo que son las
palabras escritas y pronunciadas literalmente, de lo que son esas mismas
palabras en otro contexto. No es lo mismo hacer chistes sobre el holocausto
judío que poner un ejemplo entrecomillado de lo que sería una burrada en un
debate tuitero sobre los límites del humor negro. Por eso me parece extraño que
el objeto de todas las iras haya sido Guillermo Zapata y no Pablo Soto (por citar
dos casos de la misma formación política que me parecen bien diferentes) y no
llego a comprender por qué se ha dado por cierta la versión de que los tuits de
Zapata eran chistes contados con la intención de hacer gracia, cuando eran un
muestrario de la barbarie a la que se puede llegar cuando se pierde el norte. Lo
explicaban mejor en un programa de radio en el que contaban una noticia falsa: “Profesor
de Derecho detenido por blasfemo mientras explicaba con ejemplos en qué
consistía el delito de blasfemia”. A algunos nos criticarán por ver a Zapata
como a ese profesor de derecho, quizá los mismos que se entretienen buscando en
youtube la parodia de aquella
nochevieja en la que se burlaban de una locutora de radio, de su orientación
sexual y de su amistad con una folclórica.