Tengo
amigos que se empeñan en enviarme los libros que escriben y suelo contestarles,
dándoles las gracias, que lo mejor que puede hacer alguien por una amistad que
se dedica a la literatura es comprarles un ejemplar. Algunos quieren imponer su
generosidad a mi protocolo sobre este asunto, así que a veces acabo aceptando
que me lo hagan llegar al buzón.
Es
imprescindible saber valorar que las cosas tienen su precio, que no hay casi nada
gratis, y que cuando alguien no apoquina lo que le corresponde es porque se está
cargando en la cuenta del resto. Recuerdo una época, hace ya varias décadas, en
las que me molestaba sobremanera que una buena parte de los que se sentaban a
mi lado en el teatro no hubieran pasado por taquilla y se valieran de los
típicos enchufes: algunos no tenían rubor en confesar que se las conseguía un
primo concejal o una amiga que trabajaba no sé dónde.
Yo
pensé que este tipo de cosas ya habían pasado a mejor vida, pero el pasado fin
de semana escuché a la alcaldesa de Madrid una anécdota de su primera semana de
mandato, cuando los funcionarios le preguntaron qué hacían con las entradas del
palco del Teatro Real. Carmena, que parece que tiene la rara costumbre de pagar
lo que consume, respondió que se las devolvieran al teatro y que si ella u otra
autoridad querían ver alguna obra la conseguirían como el resto de los
mortales. No es de extrañar que los
responsables del Real le agradecieran días después a Manuela un gesto que iba a
devolver a las arcas de la institución la considerable cifra de 100.000 euros.
Pero
no se crean que esto es cosa de la capital porque se estila por doquier. Ahora
que tengo varios amigos concejales me cuentan que tal condición les permitiría
asistir a conciertos, festivales taurinos o incluso a la piscina sin tener que rascarse
el bolsillo, pero que han rechazado todas esas prebendas. Y es que este tipo de privilegios de poca
monta, que quizá no trastoquen los presupuestos, sí tienen un alto valor de
ejemplaridad. Se supone que las autoridades son las que deben servir de modelo
y no aprovecharse para mirar por encima del hombro a los ciudadanos. Y,
hablando de “Ciudadanos”, sintomático es lo ocurrido en Mérida con el cónyuge de una concejal de dicha formación, que esperaba que las traseras del teatro
romano contaran con 25 plazas de aparcamiento reservadas para cada uno de los
ediles. Antes de que la palabra casta se pusiera (demasiado) de moda, un
periodista llamado Daniel Montero ya había contado en un libro cómo funcionaba
todo ese tinglado. El prestigio de la política crecerá cuando todos se paguen
sus entradas, no admitan regalos envenenados y compren los libros de sus amigos
sin esperar a que se los regalen. La más protocolaria de las entradas es la que
se paga cada uno, no lo olviden.