Hay enfermedades que se
transmiten por contacto físico y en política hay contactos que contaminan, pero
a unos más que a otros. Vivimos el primer semestre del año escuchando que con
los partidos independentistas no se podía ni hablar, como si fueran apestados.
Y hubo quien, temeroso del chaparrón que le podía caer si osaba dar la mano a
uno de esos partidos, no se atrevió ni a explorar una forma distinta de
gobernar el país. Pero llegó el verano y los mismos que amenazaban a los demás
con el infierno absoluto si colaboraban con aquellos herejes y enemigos de la
unidad de la patria, van y se marcan una jugada de esas que dejan a los demás
con la boca abierta durante más de diez segundos, tiempo suficiente para que a uno
se le quede cara de tonto.
Pues sí. La Convergència que antes
estuvo con Unió y que ahora no sabemos cómo se llama, la que fundara Jordi
Pujol, la que parece ser que amasó cantidades que salían de un 3% de cada obra
pública y que acabaron en Andorra y paraísos más cálidos, la que gobierna en
Cataluña con el apoyo de los perroflautas más rojos y más separatistas del mundo, ha acabado
permitiendo que Ana Pastor presida el Congreso. Mientras algunos se rasgan las
vestiduras por lo sucedido, a mí me parece de lo más normal y creo que todo es
muy coherente, porque en la Carrera de San Jerónimo nada hay más parecido a la
bancada del Partido Popular que los siete diputados que acompañan a Francesc
Homs: tienen una visión parecida de la economía, (presuntos) métodos similares
de financiación partidaria, un pasado histórico de apoyos mutuos en diferentes
gobiernos y quizá la única diferencia radique en el número de franjas de la
bandera que defienden con ahínco, porque hasta los colores (y el origen) son
los mismos.
Quienes intentan ocupar el centro del
espacio político suelen erigirse en jueces para dictaminar quién puede pactar
con quién y qué pactos son contra natura.
Y quizá deberíamos ponernos de acuerdo en que una cosa es que se junten para
gobernar formaciones con programas antagónicos y otra cosa es que el sentido
del voto en cuestiones puntuales pueda ser el mismo de una punta a otra del
hemiciclo. De lo ocurrido la semana pasada hemos aprendido un par de cosas. La
primera es que España no se partía en mil pedazos por votar junto a quienes
quieren independizarse, un hecho que habrá que recordar cuando sean otros los
que repitan la jugada en un futuro. La segunda es que la derecha conservadora
tiene menos miedos y menos complejos que la izquierda a la hora llevar el ascua
a su sardina. Sánchez reiteraba la pasada primavera que los números no daban porque
no quería ni sentarse a hablar con nacionalistas sobre una posible abstención a
un gobierno de izquierdas. La derecha parece que no se anda con tantos
remilgos, aunque en este culebrón cada episodio parece más imprevisible.