Hoy era el día de los Derechos Humanos y se ha presentado el nº 254 de la revista Versión Original con la solidaridad como hilo argumental. En este número hemos colaborado tres personas del grupo de Amnistía Internacional. Además de Remedios Tierno y Jesús Álvarez, el número contiene muchas colaboraciones de amigos José Manuel Rodríguez Pizarro, Pilar Sarró, José Mª Núñez o Pablo A Cantero Garlito.
Os dejo mi colaboración sobre mi película favorita: Un lugar en el mundo.
Ganar una batalla
A todos nos han
preguntado alguna vez cuál era nuestra película preferida. Algunos lo tienen
muy claro y rápidamente citan las obras maestras indiscutibles, aquellas que
provocan unanimidades de la crítica, el aplauso del público, récords de
recaudación o las tres cosas al mismo tiempo. Otros no reparamos tanto en todos
esos parámetros objetivos y nos dejamos llevar por aquella película cuya
historia o cuyos mensajes más nos han aportado en nuestras vidas, o por las
circunstancias del momento en el que la vimos y que, de una manera u otra, nos
dejaron marcados.
Desde que vi Un lugar en el mundo, con la maravillosa
música de Emilio Kauderer interpretada por la Camerata Bariloche, se convirtió
en mi película favorita y uno no acierta a explicar las razones. Quizá porque en ella se resumen todos los mensajes
de solidaridad que a uno se le ocurren, o tal vez por la fuerza de sus
personajes, que son una espuela para seguir luchando por un mundo mejor incluso
en esos momentos en los que todo se ve perdido.
La obra maestra de Adolfo
Aristarain nos la cuenta Ernesto, el hijo de Mario (Federico Luppi) y Ana
(Cecilia Roth), y narra episodios de su infancia-adolescencia en el interior de
Argentina, donde ayudan a sacar adelante una cooperativa que lucha contra el
poder omnímodo, despótico y cuasi mafioso de un terrateniente llamado Andrada.
Entre Mario y Ana sostienen los dos principales pilares fundamentales del lugar,
uno es el maestro de una pequeña escuela con niños de todas las edades y ella
la doctora que se encarga de cuidar de la salud de la comunidad.
En ese anodino paisaje
rural irrumpe Hans (José Sacristán), un geólogo español contratado por el
terrateniente para realizar prospecciones, con el que los protagonistas entablan
una amistad a pesar de los recelos que les produce el que esté a las órdenes de
Andrada. Los tres recuerdan Madrid y aquellos años de exilio huyendo de los
militares argentinos. La presencia de Hans, que parece estar de vuelta de todos
los sueños de Mario, Ana y la monja Nelda, da lugar a debates amistosos que
acaban por resaltar con más fuerza al compromiso ético de quienes creen en los
principios, en la capacidad de autogestión de los pequeños trabajadores, en la dignidad
de quienes no están dispuestos a agachar la cabeza y pasar por el aro.
Mario es un frontera, como lo define Hans en uno de
los momentos culminantes de la película, un ejemplo de vida y una fuente de
consejos para quienes quieran hacer de la enseñanza una vía - quizá la única-
de transformar la sociedad. Una de las historias paralelas de la película la
protagonizan el joven Ernesto y Luciana, la hija del capataz de Andrade, a
quien intentará enseñar a leer a pesar de la oposición de un padre que cree que
no hay nada mejor que ser esclavo de un buen patrón. Durante los años que me
dediqué a la docencia no hubo día que no recordara el único consejo que Mario
dio a su hijo Ernesto cuando quiso enseñar a leer a Luciana con un viejo
ejemplar de El llamado de la Selva: “lo
importante es que no se aburra”. Y tanto me marcó aquel consejo, que durante
años acababa mis clases preguntando a los alumnos si se habían aburrido mucho y
si habían aprendido algo, subrayando que lo importante era no aburrirse. Pero
no es el único momento en el que Aristarain pone en boca de Federico Luppi
apuntes sobre una teoría de la educación, como podremos ver en el inicio de esa
otra obra maestra titulada Lugares
comunes. En esta ocasión Mario aprovecha el último día de clase para
repartir los certificados y para resumir en quince palabras su modelo de
escuela: “si aprendieron mucho o poco eso no importa, aprendieron a pensar y
aprendieron a convivir”, una reflexión con la que está de acuerdo casi toda la
gente que cree en el carácter transformador de ese difícil oficio llamado
magisterio.
Un lugar en el mundo va a cumplir pronto un cuarto de siglo, el más trepidante de la
historia universal gracias al desarrollo de tecnologías y comunicaciones, pero
volverla a ver por enésima vez se convierte en un agridulce ejercicio para
darnos cuenta de cuántas situaciones del mundo siguen siendo las mismas: la
tiranía de los mercados cuando se tiene la sartén por el mango, lo difícil que
sigue siendo mantener unidos a los que están abajo para buscar salidas colectivas
y no individuales, lo injusta que es la vida con quienes reparten bondad, lo
fácil que lo tienen los que andan sobrados de malicia, las heridas profundas
que quedan en las almas de quienes han sido víctimas de violaciones de Derechos
Humanos, la ternura infinita que desprende el primer enamoramiento o la huella
imborrable que dejan los personajes que viven en absoluta coherencia con su
manera de pensar.
La carrera entre el tren
y un carruaje tirado por un caballo llamado Dumas ya sabemos de antemano quién
la va a ganar pero, como dice Mario, “si la guerra se ha perdido por lo menos
me quedo con el lujo de ganar una batalla". Algo así hace Ernesto cuando
corre en paralelo contra la máquina de hierro, la adelanta, cruza la vía y le
manda un corte de mangas al maquinista.
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Hay vidas ejemplares que
son bien diferentes de las hagiografías, son aquellas en las que vemos unos
valores universales que no siempre están de moda y que carecen del glamour del que tanto gustan los medios
de comunicación tradicionales. El compromiso de Mario, la dedicación de Ana, la
entrega de Nelda, los gestos cariñosos de Ernesto hacen de Un lugar en el mundo una película que llega por igual a la razón y
al sentimiento, que nos sirve para armarnos de valor ante las injusticias y
para entender las miradas y afectos que se entrecruzan. A veces ganar una
batalla consiste en empezar todo de nuevo, con esa falsa sensación de libertad
que da el no tener nada que perder. Mientras tanto, mientras cada uno busca su
lugar, siempre es aconsejable acercarse a esta obra de Adolfo Aristarain o
volverla a ver si ya se les ha olvidado: será como ganar una batalla.