Si nos guiáramos por los instintos más básicos, nuestros sistemas políticos tendrían una sola ley con un único artículo: el poder reside en aquel que sea más fuerte. Es lo que ocurre en el reino animal, donde el pez grande se come al chico y donde los depredadores más rápidos y robustos se convierten en reyes de selvas, mares o praderas.
La cuestión es que algunos bípedos empezaron a evolucionar, a usar herramientas y a desarrollar el pensamiento hasta cotas insospechadas, pues hubo quienes llegaron a creer que todas las personas eran iguales en derechos y que el poder debería residir en los pueblos y en sus voluntades expresadas de manera democrática.
Pero las democracias también han sufrido vaivenes en su breve singladura histórica. A nadie se le oculta que los días que vivimos son uno de esos momentos en los que hay muchas incertidumbres, porque no solo vemos dificultades en hacer llegar la democracia y los derechos humanos a lugares donde jamás los han disfrutado, sino porque también sentimos tambalearse sus cimientos en países en los que, con enormes defectos y grandes cortapisas, se podía afirmar que había democracias y libertades consolidadas.
Hasta hace tres días había comentaristas con pedigrí de demócratas quitándole importancia a las escuchas ilegales denunciadas por The New Yorker y sufridas por políticos y algunos abogados. De nada servía que la Constitución, esa que tanto dicen defender, tuviera un artículo para garantizar como derecho fundamental el «secreto de las comunicaciones y, en especial, de las postales, telegráficas y telefónicas, salvo resolución judicial». Al releerlo me he dado cuenta de lo desfasado que ha quedado este texto, donde alguno de los ejemplos de comunicaciones puede ser hasta desconocido para la mitad de la población. Pero lo cierto es que las comunicaciones hoy tienen mil formatos, se han convertido en imprescindibles en nuestro quehacer cotidiano y estamos descubriendo que quienes deberían velar para que fueran secretas para todo el mundo no siempre logran esa privacidad absoluta ni para ellos mismos.
No sabemos cómo acabará esta historia de espionaje de altos vuelos. Sería nefasto que tuviera su origen en la injerencia de un país extranjero, pero aún habría alguna opción más estremecedora: que entre esos servicios que llaman de inteligencia y que han de velar por la seguridad y los derechos de todas las personas, hubiera grupúsculos con tanto exceso de poder y tan escasa formación cívica como para poner en jaque no solo al gobierno de turno, sino a los principios básicos que emanan de la Declaración Universal firmada en 1948.
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