Esta
ciudad inglesa, que no he conseguido escuchar correctamente pronunciada en
ningún medio de comunicación, ha vuelto a nuestras vidas. Hace unos años,
cuando hablaba en conversaciones triviales sobre nuestro desfase horario y sus
orígenes, había quien me miraba como si fuera un extraterrestre. Hoy todo ha
dado muchas vueltas y ya pocos ignoran que nuestra desubicación se produjo en
plena segunda guerra mundial, con dictadores innombrables como protagonistas.
Más
de 70 años llevamos descolocados de nuestro lugar en el mundo, comiendo más
tarde que nadie, cenando a las tantas, durmiendo una hora menos que el resto de
los europeos, con una organización del tiempo caótica y desaprovechando las
horas de luz de forma irresponsable. Ha pasado tanto tiempo que ahora hay buena
parte de la población que no soportaría un cambio de horario y de modo de vida,
a pesar de que hay mil argumentos objetivos que lo aconsejarían. Yo lo llamo
pereza del error añejo, una especie de galbana colectiva para reconocer que se
metió la pata en el pasado, y que admitirlo después de mucho tiempo es peor que
perseverar en el despropósito.
Y
creo que esta nefasta actitud también se aplica a otros fallos históricos que
padecemos, desde nuestra ordenación del territorio y el modelo productivo,
hasta nuestros insostenibles sistemas de movilidad. Por no mencionar la terquedad
de seguir rigiéndonos con elementos de una Constitución que está tan desfasada como
una cinta de vídeo VHS. Necesitamos encontrar nuestros meridianos de Greenwich
y no solo para el huso horario.
Publicado en EL PERIÓDICO EXTREMADURA el 30 de septiembre de 2013.