30 septiembre, 2013

Greenwich

Esta ciudad inglesa, que no he conseguido escuchar correctamente pronunciada en ningún medio de comunicación, ha vuelto a nuestras vidas. Hace unos años, cuando hablaba en conversaciones triviales sobre nuestro desfase horario y sus orígenes, había quien me miraba como si fuera un extraterrestre. Hoy todo ha dado muchas vueltas y ya pocos ignoran que nuestra desubicación se produjo en plena segunda guerra mundial, con dictadores innombrables como protagonistas.

Más de 70 años llevamos descolocados de nuestro lugar en el mundo, comiendo más tarde que nadie, cenando a las tantas, durmiendo una hora menos que el resto de los europeos, con una organización del tiempo caótica y desaprovechando las horas de luz de forma irresponsable. Ha pasado tanto tiempo que ahora hay buena parte de la población que no soportaría un cambio de horario y de modo de vida, a pesar de que hay mil argumentos objetivos que lo aconsejarían. Yo lo llamo pereza del error añejo, una especie de galbana colectiva para reconocer que se metió la pata en el pasado, y que admitirlo después de mucho tiempo es peor que perseverar en el despropósito. 


Y creo que esta nefasta actitud también se aplica a otros fallos históricos que padecemos, desde nuestra ordenación del territorio y el modelo productivo, hasta nuestros insostenibles sistemas de movilidad. Por no mencionar la terquedad de seguir rigiéndonos con elementos de una Constitución que está tan desfasada como una cinta de vídeo VHS. Necesitamos encontrar nuestros meridianos de Greenwich y no solo para el huso horario.

Publicado en EL PERIÓDICO EXTREMADURA el 30 de septiembre de 2013.

23 septiembre, 2013

Todo (no) es cultura



Una de las acepciones de la palabra culturala definen como el conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico y otra, a renglón seguido, se refiere a la misma como la vida, costumbres y grado de desarrollo artístico-científico en una época, lugar o grupo social. En ocasiones llamamos cultura a ritos ancestrales que por su crueldad son cualquier cosa menos producto de una reflexión juiciosa y crítica, así que parece que entre las dos versiones hay una contradicción difícil de resolver. Luego te encuentras a gente capaz de justificar barbaridades por el mero hecho de ser una tradición arraigada, por no hablar de los que te dicen que si no eres del pueblo, no puedes llegar a entender la “magia” de cachondearse de un animal y hartar de reírse mientras lo matan.

¿Qué quieren que les diga? A mí me parece que no es necesario haber nacido en Tordesillas ni en Lekeitio, para concluir que lo que hacen allí con el toro o con el ganso es cualquier cosa menos cultura. Nunca he entendido a los que disfrutan viendo sufrir a otro y no me sirve que lo engalanen con historia, antigüedad y demás fervores: la cultura no puede acoger en su seno ninguna acción o expresión que provoque rechazo y repugnancia de forma generalizada. La tortura es tortura y no se es un asunto con el que jugar a hacer rimas.


Y hablando de tortura: me entero de que Billy el Niño, el más cruel de la torturadores de la Brigada Político Social, era de Aldea del Cano y todavía no ha pisado una cárcel por todas las perrerías que hizo. Dejar impunes a este tipo de gente debe de formar parte de nuestra cultura.

Publicado en EL PERIÓDICO EXTREMADURA el 23 de septiembre de 2013.

16 septiembre, 2013

Ridículo


No se crean que con este título y el nombre de Ana Botella en negrita voy a ser de los que me sume a darle palos a la alcaldesa por su parrafada del café con leche, todo lo contrario. Durante los años que enseñé idiomas dedicaba varias semanas iniciales a hacer el payaso y a provocar que mi alumnado perdiera totalmente la vergüenza, sabedor de que una de las grandes dificultades de los españoles es el miedo al ridículo a la hora de imitar acentos y entonaciones, lo que les impide aprender correctamente el idioma. Siempre les decía que perdieran los complejos y que no tuvieran miedo a equivocarse, que se lanzaran a hablar con el camarero o preguntando una dirección por la calle, que siempre se mete mucho la pata cuando se empieza a aprender algo en la vida pero que eso no importa.

Además, hay ridículos peores, como el que estos días protagonizan los veteranos de la facultades universitarias humillando a los nuevos y demostrando tener tan poco cerebro que no merecerían pisar un día más un recinto universitario. ¿Hasta cuándo vamos a permitir las instituciones y los ciudadanos que este tipo de ritos iniciáticos formen parte de una tradición del paleolítico?


En fin: habrá que escribir un manual de ridiculeces con todos los pormenores. Uno de esos detalles, que siempre recomendaba a mis alumnos, es que toda esa vergüenza que debe perderse en determinados momentos hay que guardarla para otros instantes, y que una intervención pública debe ser sintética, estructurada, clara y bien pronunciada. En ocasiones el ridículo no está solo en lo que se dice sino en el lugar, el tiempo y, sobre todo, en el modo.

Publicado en EL PERIÓDICO EXTREMADURA el 16 de septiembre de 2013.

09 septiembre, 2013

No las vemos

El sábado, sobre el escenario en el que se recibían las medallas de Extremadura, había muchos varones y pocas mujeres. No es una cuestión de este año, es una rémora histórica y no podemos achacarla a nuestros abuelos y aquellos tiempos. No. Estas condecoraciones surgieron en 1986 y ya las han recogido, a título individual, unos 70 caballeros y apenas 18 damas. Una desproporción si se tiene en cuenta que somos mitad y mitad. Tampoco es un mal que afecte solo a los gobernantes, porque seguimos ignorando al otro 50% de la población en más ocasiones de las que imaginamos.


Un simple estudio del callejero de nuestras ciudades nos haría ver hasta qué punto esto es así: en Cáceres había hace unos años 850 calles y apenas unas decenas recordaban a mujeres, de las que casi todas eran santas o variantes de la llamada virgen María. Ya sé que tampoco vamos a cambiar el callejero, pero cuando Vicky Peña recogió su premio Ceres a la mejor actriz por su interpretación de María Moliner, me puse a buscar si había algún lugar de Extremadura que se hubiera dignado poner el nombre de esta mujer a una plaza, a un callejón o una simple biblioteca de barrio, como homenaje a la autora del más útil de los diccionarios en lengua castellana. Y no, no encontré nada. Como tampoco encontré a otras muchas mujeres brillantes que siempre acaban en el olvido. Basta ser un torero o un deportista de tres al cuarto para que los cubran de gloria, pero una científica como Margarita Salas o una escritora consagrada como Ana María Matute no logran el merecido homenaje de la sociedad. Alguien me dijo que no es que se las ignore sino que, simplemente, no las vemos.

Un mundo en guerra

Un periódico de la capital anunciaba el pasado domingo que Europa se estaba preparando para un escenario de guerra. La palabra escenario es ...