Hace ya más de cien años que Rubén Darío calificó a la juventud
como un divino tesoro. La edad es esa casilla de los formularios que rellenas
sin pensar cuando tienes menos de treinta y que te obliga a hacer restas sin
papel y lápiz a partir de entonces. Cuando éramos pequeños no pensábamos más
que en ir celebrando cumpleaños para vencer las prohibiciones que nos rodeaban
por doquier, ya fueran rombos en una esquina del televisor o letreros en el
cine que nos indicaban si podíamos entrar acompañados a los catorce o había que
esperar cuatro años más. Luego el proceso empieza a invertirse y vas deseando que
el tiempo se desacelere. Lees las ofertas de trabajo y la horquilla de la edad
amenaza: para menores de 30 años, abstenerse mayores de 35, hasta llegar a una
década fatídica en la que los viajes a la oficina del paro solo tienen billete
de ida.
Pero no siempre ni en todo lugar la juventud ha sido el más
preciado de los tesoros: aunque casi nadie se acuerde ya de expresiones como “gerontocraciadel politburó”, hubo un tiempo en el que pisar un ministerio o una alcaldía con
menos de 40 años era poco menos que un sacrilegio. Incluso Felipe González, con
40 años recién cumplidos, tuvo que pintarse unas canas en las patillas en
octubre de 1982 para parecer un candidato a gobernante con garantías de
seriedad. Fue una época en la que la experiencia era un requisito
imprescindible para regir una comunidad y las tablas que uno pudiera tener en
la vida era lo que más se valoraba.
Pero todo está cambiando, se va desvelando poco a poco que el
sistema se encuentra en avanzado estado de descomposición, y hay toda una élite
que observa preocupada el panorama desde unas poltronas que creían perpetuas.
Ahora surgen en nuestras pantallas caras nuevas, rostros diferentes, discursos
que no habíamos oído y que, aunque tengan todos los pecados de la juventud,
acaban por ser más creíbles que cualquier cosa que huela a lo de siempre.
Cuando el domingo supe que en algunas primarias de Extremadura habían vencido
los candidatos más jóvenes, me pregunté si no sería esto una epidemia colectiva
de hacer borrón y cuenta nueva, una especie de huida hacia delante que el
tiempo dirá si fue descabellada o no.
La edad, por sí sola, no debiera ser mérito ni demérito. Incluso
debería obviarse en cualquier proceso selectivo. Porque en los últimos tiempos
he encontrado divinos tesoros en nonagenarios como José Luis Sampedro y piezas rancias
como ese chavalito llamado Fran Nicolás, que tenía todos los mimbres para haber
devenido en un Roldán, en un Bartolín o en un Forrest Gump a la española. El
tesoro de la juventud quizá no lo mida una fecha en la partida de nacimiento,
sino el deseo sincero de hacer un mundo mejor y más habitable para la mayoría
de los seres humanos.
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