22 octubre, 2014

Divino tesoro

Hace ya más de cien años que Rubén Darío calificó a la juventud como un divino tesoro. La edad es esa casilla de los formularios que rellenas sin pensar cuando tienes menos de treinta y que te obliga a hacer restas sin papel y lápiz a partir de entonces. Cuando éramos pequeños no pensábamos más que en ir celebrando cumpleaños para vencer las prohibiciones que nos rodeaban por doquier, ya fueran rombos en una esquina del televisor o letreros en el cine que nos indicaban si podíamos entrar acompañados a los catorce o había que esperar cuatro años más. Luego el proceso empieza a invertirse y vas deseando que el tiempo se desacelere. Lees las ofertas de trabajo y la horquilla de la edad amenaza: para menores de 30 años, abstenerse mayores de 35, hasta llegar a una década fatídica en la que los viajes a la oficina del paro solo tienen billete de ida.

Pero no siempre ni en todo lugar la juventud ha sido el más preciado de los tesoros: aunque casi nadie se acuerde ya de expresiones como “gerontocraciadel politburó”, hubo un tiempo en el que pisar un ministerio o una alcaldía con menos de 40 años era poco menos que un sacrilegio. Incluso Felipe González, con 40 años recién cumplidos, tuvo que pintarse unas canas en las patillas en octubre de 1982 para parecer un candidato a gobernante con garantías de seriedad. Fue una época en la que la experiencia era un requisito imprescindible para regir una comunidad y las tablas que uno pudiera tener en la vida era lo que más se valoraba.

Pero todo está cambiando, se va desvelando poco a poco que el sistema se encuentra en avanzado estado de descomposición, y hay toda una élite que observa preocupada el panorama desde unas poltronas que creían perpetuas. Ahora surgen en nuestras pantallas caras nuevas, rostros diferentes, discursos que no habíamos oído y que, aunque tengan todos los pecados de la juventud, acaban por ser más creíbles que cualquier cosa que huela a lo de siempre. Cuando el domingo supe que en algunas primarias de Extremadura habían vencido los candidatos más jóvenes, me pregunté si no sería esto una epidemia colectiva de hacer borrón y cuenta nueva, una especie de huida hacia delante que el tiempo dirá si fue descabellada o no.

La edad, por sí sola, no debiera ser mérito ni demérito. Incluso debería obviarse en cualquier proceso selectivo. Porque en los últimos tiempos he encontrado divinos tesoros en nonagenarios como José Luis Sampedro y piezas rancias como ese chavalito llamado Fran Nicolás, que tenía todos los mimbres para haber devenido en un Roldán, en un Bartolín o en un Forrest Gump a la española. El tesoro de la juventud quizá no lo mida una fecha en la partida de nacimiento, sino el deseo sincero de hacer un mundo mejor y más habitable para la mayoría de los seres humanos.

Publicado en la columna de opinión A ciencia incierta del diario HOY el 22 de octubre de 2014.

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