Hace tiempo anduve un par de años metido en lecturas sobre resolución de conflictos, mediación, debates constructivos, estrategias para convencer y otras cosas por el estilo. Me olvidé de los autores de aquellos libros prestados y de vez en cuando me acuerdo de ideas sueltas, dinámicas, juegos o frases que escuché en talleres de formación que solían ser entretenidos e interesantes.
El jueves pasado, mientras leía en este periódico una columna de Beatriz Muñoz sobre la denominada “fatiga de la persuasión”, recordé épocas en las que me empeñaba con ahínco en argumentar para convencer a los demás de que determinadas opciones eran mejores o que las ideas de otros provocaban mayores injusticias.
No sé si hoy existe un cansancio generalizado para intentar convencer a quien tiene posiciones diferentes. Lo que sí hay es un número importante de personas que han clavado sus puntos de vista en la tierra como si fueran cimientos de un edificio. El problema radica en que muchas de estas posiciones se alimentan día a día con una dieta en la que siempre están los mismos ingredientes: solo leen un periódico, siempre a los mismos analistas, escuchan exclusivamente a sus contertulios preferidos de la radio y creen a pie juntillas a las presentadoras de sus magacines favoritos de la tele.
Si a todo esto añadimos que las redes están llenas de bulos y noticias falsas que se propagan a gran velocidad y con enorme audiencia, nos encontramos con amplios entornos sociales donde los dogmas y prejuicios se anteponen a cualquier intento de escucha activa: gentes que necesitan saber quién lo dice y cuál es su bandera antes de decantarse por una opción, ya que les rige un estado de pereza intelectual para buscar datos, entender hechos y sacar conclusiones de forma autónoma.
Quizá sea por eso que muchos hemos abdicado del intento de convencer a alguien que sabemos que no va a atender a nuestras explicaciones y que no modificaría ni un milímetro su inalterable opinión alimentada a base del monocultivo preferido. Si esto es algo que nos ocurre en tres reuniones familiares anuales y una junta de vecinos, el asunto no es de especial gravedad, pero se complica si estos cierres en banda se extrapolan a espacios donde es imprescindible quitarse vendas, escuchar otros argumentos, leer opiniones diferentes o informarse de fuentes distintas y contrastadas.
¿Recuerdan haber cambiado de opinión sobre un asunto tras escuchar o leer a alguien con un planteamiento diferente del que ya tenían? Esa era una tarea de aquellos talleres que mencionaba al principio de este artículo: la de atender de forma activa a las explicaciones de alguien, dialogar sobre las razones e intereses que llevaban a tener posturas diferentes, y hacer un esfuerzo por ponerse en la piel del otro y entender sus motivos. Sé que no estamos en condiciones de someternos a sesiones de terapia colectiva para subsanar la falta de diálogo y el enconamiento de posiciones, pero tal vez sí deberíamos intentar conjugar más a menudo el verbo convencer, tanto en voz activa como en pasiva, para dejar de sentir la fatiga de la persuasión y que no nos dé vergüenza decir: “oye, me has convencido”.
Publicado en el diario HOY el 28 de diciembre de 2022
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