Uno de los primeros ejercicios escolares era escribir los términos opuestos a unas cuantas palabras que nos daban. Luego supimos que los llamaban antónimos y más tarde nos explicaron que los había graduales, recíprocos y hasta complementarios. Llevamos varias semanas escuchando la palabra guerra y nos la adornan con augurios: que hay que prepararse para ella, acumular víveres y hasta guardar algunos utensilios por si las cosas vienen mal dadas.
Nuestros antepasados soportaron una gran guerra y algunos pudimos escuchar sus testimonios de aquella larga posguerra de penalidades. Y es que las guerras no se parecen casi nada a las películas de ese género cinematográfico que llenaba las salas y con las que en Hollywood se hacían de oro. Si alguna vez hablan con civiles que sufrieron guerras les dirán que no se las desean a nadie, que preferirían que no existieran o que, en el peor de los casos, que la sangre estuviera tan lejos que nunca pudiera salpicarnos.
En eso también han sido unos maestros los estadounidenses, que no saben lo que es una guerra seria en su territorio desde aquella de secesión que acabó hace 160 años. Organizarlas fuera del territorio, sin afectar a su población civil y obteniendo importantes beneficios en otros continentes es una gran apuesta en la que se arriesga poco y se puede ganar muchísimo. Por eso no nos debería extrañar que Trump esté dispuesto a casi todo, incluso a montar una tercera guerra mundial en Europa que los habitantes de Nebraska solo descubrirían encendiendo la tele o maldiciendo el encarecimiento de algún producto.
En aquellos ejercicios escolares todos habríamos escrito paz como antónimo de guerra. La definen como esa situación en la que no existe lucha armada en un país o entre países, pero el diccionario tiene otras siete entradas y más de veinte expresiones en las que las tres letras son las protagonistas. Después de Hiroshima tampoco ha habido paz en el mundo y la monstruosidad de las guerras ha llegado hasta nuestros días en todos los continentes, de todos los colores y por múltiples razones. Cuando en los años 90 las vivimos de cerca en la ex Yugoslavia nos asustaron, las de Oriente Medio ya las aplaudían desde nuestro propio gobierno, mientras que las de África, donde la vida humana no vale nada, no las nombran ni en los telediarios nocturnos.
Ahora que en Escandinavia ya hablan de dar formación militar a toda la población y que en otros lugares quieren gastar millones en eso que llaman Defensa, me pregunto dónde hemos cultivado la cultura de la paz. ¿No será que la hemos condenado a ser esa fiesta escolar que se escenifica cada 31 de enero, cuando recordamos el asesinato de Gandhi y celebramos un día de la Paz, pero que ignoraremos durante los siguientes 364 días?
¿Cuándo se nos olvidó el antónimo de la palabra guerra? ¿Por qué no dedicamos todos los esfuerzos a construir esa cultura de paz que deslegitime tantas violencias inútiles en foros, casas, estadios, colegios, calles o pantallas? ¿Qué mundo entregaremos a las próximas generaciones si permitimos que Trump, Putin ( y quienes aquí les vitorean) se salgan con la suya?
Publicado en el diario HOY el 2 de abril de 2025