16 octubre, 2024

Nuestros días de radio

 

Ayer por la tarde, mientras escribía estas letras, se cumplían 100 años del nacimiento de la radio en España y no puede evitar acordarme del primer transistor que me regaló mi tía al regreso de una excursión a Andorra, cuando el Principado era un lugar al que se iba a comprar azúcar, chocolate o equipos electrónicos en lugar de ser guarida fiscal para quienes su patria se acaba en los colores de su pulserita.

 

Aquel transistor naranja y de marca japonesa me creó una costumbre que jamás he abandonado: la de escuchar todos los días unas voces (verdaderas) que me acercan realidades lejanas o me informan de lo que ha pasado en la esquina de mi barrio, donde seguimos sin piscina pública y se revientan las tuberías cada dos por tres. Dejó de gustarme la musiquilla de los domingos por la tarde con tanto gol y tanto grito, pero encontré nuevos mundos y tiempos modernos en una Radio 3 rompedora en mitad de los ochenta, en el humor absurdo de Gomaespuma en las noches de los sábados, en un programa sobre educación que conducían una tal Milá y un tal Gabilondo y que se llamaba “Queremos saber”. 

 

Fue pasando el tiempo y mis días de radio no eran como los de la película de Woody Allen. Esquivar las llamadas radio-fórmulas me permitió encontrar caminos menos trillados y disfrutar de una radio más clásica en la que una sonata de Bach o la 5ª de Mahler te acompañaba mientras acababas un libro o hacías como que estudiabas, pero también sintonizábamos canciones y letras más modernas y menos comerciales, las que acaban formando parte de la banda sonora particular de cada uno. Luego llegaron algunas noches y muchas tardes en las que Julia, Almudena, Manuel y Juan discutieron en un gabinete de todos los temas recogidos en las enciclopedias, y las mañanas del fin de semana dejaron de ser días cualesquiera para vivirlos con intensidad, porque no son más que dos.

 

Y pasó más tiempo, nos cantaron mil veces que el vídeo mataría a la estrella de la radio y ahí seguimos algunos, empeñados en descubrir territorios comanches aunque nos los cambien del viernes por la tarde al domingo por la mañana. Hoy ya no malgasto tanto dinero en pilas, como cada noche que me quedaba dormido sin apagarla, pero me sigo enriqueciendo poco a poco mientras paseo, mientras cocino, mientras conduzco. Continúo escuchando a la carta la radio del siglo XXI gracias a esos 'podcasts' que te convierten en voz los más valiosos documentos, te descubren la ciencia, te aconsejan libros, te explican las finanzas, te investigan la historia o te la cuentan de manera que la logras entender.

 

Han pasado cien años y no sé cómo será la radio del futuro. Quizá las nuevas ondas hertzianas nos leerán el cerebro, una inteligencia artificial nos emitirá las noticias que más nos gustan y, rápidamente, nos sermonearán con las opiniones que más nos complazcan. Pero quiero creer que sí continuará habiendo profesionales con ganas de hacer radio de calidad (si les dejen los jefes), e imagino que seguirá habiendo oyentes y que continuaremos teniendo nuestros días de radio.
 
Publicado en el diario HOY el 16 de octubre de 2024

02 octubre, 2024

Los mismos de siempre

No recuerdo la primera vez que tuve conocimiento de las desgracias de la población palestina. Las guerras de mi infancia las veía en telediarios en blanco y negro, hablaban de un conflicto árabe-israelí que pareció terminar con unos acuerdos en Camp David y con posteriores premios Nobel de la Paz para Anwar-Al-Sadat y Menachen Begin. Años más tarde me fui enterando de que a los palestinos, aquellos a los que habían echado de sus casas para crear un Estado judío tras el holocausto, los habían olvidado en aquellos acuerdos y 3.000 de ellos fueron aniquilados en los campos de refugiados de Shabra y Shatila, en tierras libanesas, allá por 1982.

Andaba ya por la Facultad cuando llegó a mis oídos la primera intifada, de la que ya recuerdo imágenes en color de soldados que rompían con pedruscos los codos de unos niños de apenas 11 años, que es el castigo que merecían por apedrear los carros blindados. Aquella imagen se nos grabó a toda una generación que nos abrigábamos los inviernos con pañuelos de aquellas tierras y que veíamos a Arafat con la rama de olivo en una mano y una piedra en la otra mientras hablaba en la ONU.

 

En 1990 Kuwait fue invadido, occidente bombardeó a Irak y a sus habitantes, dejó a Saddam Hussein en el poder en 1991 y al final de ese año se fraguó una Conferencia de Paz en Madrid para poner concordia en aquellas tierras. ¿Adivinan quiénes volvieron a ser los olvidados? Pues sí, los mismos de siempre. Más tarde llegaría una ligera esperanza y hubo Nobel de la Paz para Arafat, Rabin y Peres en 1994, pero Isaac Rabin fue asesinado por un ultraderechista judío en 1995 y las cosas se volvieron a torcer para los mismos de siempre.

 

Anteayer se cumplieron 24 años de otras imágenes que quizá recuerden: las de Muhammad al-Durrah y su hijo refugiándose en una pared de los disparos de soldados israelíes, del llanto del niño, de los esfuerzos del padre por cubrir con su cuerpo a su criatura. Tras la guerra de Iraq y la caída de Saddam en 2003 se pensó que ya todo estaba dispuesto para dar una solución digna a la gente de Palestina, pero tampoco.

 

Han pasado 20 años más y el Líbano volvía esta semana a ser objetivo militar israelí, como Shabra y Shatila en 1982. Mientras escribía esta columna la edición digital del periódico informaba de una subida del 4% en el precio del crudo ante los tambores de guerra y de un inminente ataque iraní con misiles balísticos sobre Israel. No se ha cumplido un año desde el fatídico ataque terrorista de Hamás el 7 de octubre de 2023 y el resultado no puede ser más descorazonador: aquellas 364 víctimas civiles israelíes inocentes se han centuplicado con creces del lado palestino, con miles de mujeres y niños encabezando unas estadísticas insoportables.

 

Un escenario de guerra global es lo peor que nos puede pasar y ayer las cosas estaban muy mal. Desgraciadamente, sí hay un pueblo que casi no tiene margen para empeorar su situación, de ahí que sea urgente salvar al pueblo de Palestina de un horror que dura demasiado.

 

Publicado en el diario HOY el 2 de octubre de 2024 





 

18 septiembre, 2024

Extremeños como Manuel Vital

Hace seis años leí un amplio reportaje en "El Salto" firmado por Antonio Torrico, Joan Tafalla y Manuel Cañada. Fue la primera vez que supe de la existencia de un extremeño de Valencia de Alcántara llamado Manuel Vital Velo, que había nacido en octubre de 1923 y se quedó sin padre tras el verano de 1936, porque haberse significado como demócrata era ya una excusa para ser descerrajado de un tiro y enterrado en cualquier cuneta.

El huérfano Manuel Vital acabó en Barcelona como miles de extremeños y andaluces. Iban buscando en zonas con industria un oficio para sobrevivir que era imposible encontrar en sus tierras de origen, donde el latifundismo seguía sirviéndose del trabajo de unos braceros que ni doblando el lomo de sol a sol conseguían alimentar a sus familias. De estas historias ya dio buena cuenta el cine español y desde hace dos semanas las pantallas nos han vuelto a contar otra historia de esta tierra: la de Manuel Vital y aquella gente de Torre Baró que compró una parcela en las afueras de Barcelona, intentó construirse con sus manos algo parecido a una casa y luego tuvo que pelear cada minuto para que el pecado original de haber nacido pobre no fuera una enfermedad que se transmitiera genéticamente y sin remedio a toda la descendencia.

No les destriparé la película titulada "El 47", en la que Eduard Fernández interpreta de manera magistral a nuestro héroe de Valencia de Alcántara, construyendo un personaje totalmente creíble y con un acento que bien podría pasar por el de un extremeño con más de 30 años en Cataluña, algo que ya vimos lograr a Paco Rabal en su Azarías pero no tanto a Alfredo Landa con su Paco el Bajo. 

Esta obra del director Marcel Barrera me ha permitido recordar un tiempo en el que la vecindad era sinónimo de ayuda, donde se buscaban soluciones colectivas y no salidas individuales para los problemas de las barriadas. Hubo un momento a finales de los años 70 en las que las asociaciones de vecinos eran capaces de movilizar calle por calle y reclamar una escuela, un centro de salud, una pista deportiva, un semáforo para evitar más accidentes o una maestra sustituta cuando las autoridades no enviaban a nadie a suplir una baja.

Pero llegamos a mediados de los 80 y alguien decidió que las asociaciones vecinales no tenían sentido en democracia y fueron recluidas -en su mayoría- a gestionar la verbena, las fiestas del barrio y la sede social, en caso de que hubiera. Hoy me cuentan que en alguna ciudad de Extremadura ha dejado de haber incluso fiestas de barrio debido a las condiciones tan restrictivas que ha impuesto el propio Ayuntamiento a las asociaciones.

Salí de ver “El 47” emocionado con la historia, las interpretaciones y la hermosa canción de Valeria Castro mientras se encendían las luces de la sala. Me gustaría que se descubrieran más historias extremeñas y que quizá no conozcamos. Antes que glorificar las de hace siglos allende los mares, habría que admirar las auténticas conquistas extremeñas, las de gentes comprometidas como Manuel Vital. Seguro que hay muchas más.

 
Publicado en HOY el 18 de septiembre de 2024





 


04 septiembre, 2024

Hogar


Tener un techo bajo el que cobijarse es un derecho recogido en el artículo 47 de la Constitución. No menciona el verbo poseer ni tampoco sugiere nada parecido a tener en propiedad una casa, un piso o un apartamento. Los constituyentes se limitaron a conjugar un verbo tan agradable como es disfrutar y cerraron el debate léxico-inmobiliario con un vocablo simple y descriptivo: vivienda.  Durante los años del debate Constitucional todavía se podía ver en muchas ciudades españolas un fenómeno llamado chabolismo, así que los parlamentarios se apresuraron a poner un par de adjetivos para que la vivienda en cuestión fuera, como mínimo, digna y adecuada. 

 

Con el paso del tiempo las cosas fueron mejorando económicamente y las clases medias acabaron endeudándose para conseguir el sueño dorado: su piso en propiedad, aunque para ello estuvieran ahogados pagando letras e intereses bancarios que rozaban la usura. Jamás llegaron aquí los modelos de otros países europeos, donde los ayuntamientos eran propietarios de un gran parque de viviendas que los propios municipios ponían en alquiler a unos precios con los que, además de disfrutar de un hogar, también se podía disfrutar de la vida.

 

Han pasado más de 40 años desde que la Constitución consagrara aquel derecho, las cosas han cambiado y no siempre a mejor. El turismo ha incrementado los precios de un bien de primera necesidad de tal manera, que en ciudades como Madrid, Barcelona o Málaga es casi imposible encontrar un lugar decente para vivir ni dedicando todo el 75% del salario. Conseguir un hogar para formar una familia es una aventura de ciencia ficción y una auténtica suerte contar con una habitación en un piso compartido en el que no se conoce al resto de los inquilinos.

 

Imagino que a quienes están amasando millones especulando con un bien de primera necesidad todo esto les parecerá el paraíso: antes no podían pedir más de 900 euros al mes por un pisito y ahora se embolsan 2000 a la semana desde una plataforma que alquila a turistas, acaban expulsando de los barrios céntricos a personas de edad avanzada y terminan dejando un panorama urbano que todavía no tiene adjetivos para describirlo.

 

Aquel artículo 47 de la Constitución no acababa en lo del derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los redactores también sabían que esculpir un derecho en mármol y no encargar a nadie para que se hiciera cumplir no serviría para nada. Por eso atribuyeron a los poderes públicos la obligación de promover las condiciones necesarias y establecer las normas pertinentes para hacerlo efectivo, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación.

 

Sé que la Constitución no solventará de la noche a la mañana el gran problema de vivienda que estamos sufriendo y que casi nadie se atreve a afrontar. Pero es curioso que las partes de la Carta Magna que garantizan derechos para los más débiles sean fácilmente ninguneadas, mientras que las que protegen a especuladores y fondos buitres siempre tienen cerca alguna toga que les ampare. Disfrutar de un hogar debería ser un Derecho Humano que permitiera a todo el mundo usar un adjetivo tan hermoso como es hogareño.

 

Publicado en el diario HOY el 4 de septiembre de 2024


 

21 agosto, 2024

Casi un cuarto de siglo

 

Algunos días de vacaciones los guardo para poner en orden papeles y archivos, bajarlos al trastero, revisar si merece la pena seguir conservando lo que no se tiró hace cuatro veranos y convertirme en juez apresurado que dicta sentencias hacia el punto limpio o los salva hasta el siguiente zafarrancho. En la aventura del verano de 2024 me he sentido en la piel del barbero y del cura del Quijote, salvando del contenedor azul apuntes universitarios que no volveré a releer, libros para los que ya no tengo espacio en casa, dispositivos informáticos que jamás se volverán a enchufar y carpetas con recortes de periódicos de lo que he ido escribiendo en lo que va de siglo.

 

Mi enorme capacidad de distracción me hizo detenerme varias horas ordenando esos recortes, releyendo textos que no recordaba, lamentando erratas que me avergonzaban y sorprendiéndome con vaticinios tan acertados que me habrían permitido ganarme la vida como pitonisa en uno de los programas nocturnos de la TDT de aquellos años. A los jóvenes nacidos en el cambio de milenio las siglas TDT les debe sonar tan raras como la palabra almanaque, que hay que explicarles que es un sinónimo de esos calendarios que pasan lentos en la infancia y son supersónicos al llegar a esa edad tan ambigua a la que apellidan mediana.

 

Mientras iba ordenando cientos de columnas me fui dando cuenta de que hay demasiadas cosas que apenas han mejorado en este primer cuarto de siglo que estamos a punto de consumir: empezamos hablando del efecto llamada de las leyes de extranjería, de unas bombas en trenes que quebraron los corazones de 200 familias y volvieron a partir en dos a todo un país o de la globalización que avanzaba, pero también de derechos cívicos que nuestras abuelas no habrían podido ni imaginar.

 

Las guerras siguieron extendiéndose y de Irak pasaron a Siria, se enquistaron en Afganistán y en decenas de lugares de África, aunque solo comenzaron a asustarnos cuando llegaron a Ucrania y vimos que gente rubia y de ojos azules también podían sufrirla. En todos estos años tampoco dejaron de padecer en el Sáhara Occidental o en Palestina, unas tierras a las que nos unen los colores de la bandera extremeña y para quienes el día a día consiste en sobrevivir en el desierto o no morir en el siguiente bombardeo.

 

La luna de agosto brilla hoy más que nunca y alumbra por igual tanto a quienes caminan junto al paseo marítimo como a los que llegan en un cayuco o una patera clandestina. Mañana se hará de día y un sol de justicia seguirá recordándonos que el cambio climático no es una broma y que hemos dejado el timón del planeta a irresponsables que solo creen en sus cuentas de beneficios y en sus repartos de dividendos.

 

Empezamos el milenio temiendo una posible catástrofe provocada por desajustes informáticos y, un cuarto de siglo después, hemos sumado a las desgracias inevitables otras que provocamos deliberadamente para hacer sufrir: violencia, guerras, machismo, xenofobia, racismo, aporofobia y explotación. La próxima vez que baje a ordenar escritos espero que la inteligencia colectiva haya vencido, finalmente, a tanta codicia infinita.

 

Publicado en HOY el 21 de agosto de 2024

 


 

07 agosto, 2024

Escenas olímpicas

 

Hay alguna red social que se encarga cada mañana de recordar lo que allí publicaste en años anteriores. A muchos nos abre una oportunidad para refrescar la memoria, para lamentarnos de lo rápido que pasa el tiempo y, en más de una ocasión, para preocuparnos por lo azarosa que es la memoria para retener unos hechos y olvidar otros por completo.

 

A quienes desde la más tierna infancia nos aficionamos a seguir los juegos olímpicos, estos nos han servido para situar en el tiempo los hechos históricos que se produjeron aquellos años bisiestos o las circunstancias personales vividas. Las medallas de Mark Spitz me recuerdan el año que vine por primera vez a Extremadura, vi en directo las proezas de Nadia Comaneci en un bar que estrenaba tele en color, lamenté el boicot de algunos países a las de 1980 y madrugué para ver en directo aquella medalla de plata en Los Ángeles frente a un joven baloncestista llamado Michael Jordan.

 

Con el paso del tiempo algunos dejamos de seguir con intensidad toda la información deportiva, que en algunos países se reduce durante 300 días al año a casi un único deporte y a dos o tres equipos. En muchas ocasiones los eventos deportivos acabaron siendo noticia por catástrofes como las de Heysel en 1985 o de Hillsborough en 1989 y hay países donde acudir a un estadio como mero espectador se ha convertido, paradójicamente, en un deporte de altísimo riesgo.

 

En algunas modalidades, quizá las que cuentan con más seguidores y con sueldos y presupuestos multimillonarios, hay exceso de malos modos e incluso de juego sucio, ya sea antes de la competición o dentro de ella. Sin embargo, también nos han servido estos días olímpicos para disfrutar de imágenes que nos devuelven la fe en conceptos que no cotizan al alza. En 2021 se desató una polémica cuando un catarí y un italiano decidieron compartir un oro en salto de altura porque así lo permitía la norma. Este año hemos visto a las todopoderosas Simone Biles y Jordan Chiles hacer un homenaje reverencial a la brasileña Rebeca Andrade, la gimnasta que salió de una favela para subir a lo más alto del pódium, y también nos ha emocionado el recuerdo de la china He Bing Jao hacia la lesionada Carolina Marín en la entrega de medallas del bádminton.

 

A veces pienso que el sustantivo deportividad y el adverbio deportivamente debieran utilizarse con mayor frecuencia e intensidad, pero siguen cotizando al alza los killers, esos a los que el diccionario del español actual define como “personas agresivas e implacables en el logro de sus objetivos”. Creo que es posible admirar los triunfos deportivos sin necesidad de menospreciar a quien pierde y me quedo con la reflexión que escuché hace unos días en la radio. “No consideremos mejor al que obtiene mayor éxito profesional, a quien gana más dinero o a quien tiene más tirón popular. Si no quieres equivocarte, apuesta por quien sea más amable y tenga mayor capacidad para ponerse en la piel de los demás”. Lamento no saber a quién se lo oí, pero me consuela saber que una red social me lo recordará el año que viene y dentro de cuatro años.
 
 

 

24 julio, 2024

39 000

Las cifras por sí solas no nos sirven de referencia para casi nada. 39 000 puede resultar una cifra alta para comprar un coche gama media y no nos serviría ni para adquirir un apartamento de 30 metros cuadrados. Ocurre también con las dimensiones físicas, para las que también necesitamos referencias. Me di cuenta al ver un reportaje en una granja-escuela de verano: para todos los niños urbanitas su mayor impresión fue descubrir que las vacas no eran del tamaño de los perros sino de la altura de un caballo, que es lo que pasa cuando todo lo hemos visto en una pantalla plana o en una ilustración. 

 

39 000 son las personas de Gaza que han perdido la vida desde que Netanyahu decidiera responder al ataque terrorista de Hamás con un castigo colectivo a todos los habitantes de la Franja. ¿Se imaginan que toda una comunidad de vecinos tuviera que recibir la misma pena de cárcel por el crimen cometido por uno de ellos? Pues me temo que así funcionan algunas mentes del siglo XXI y que parecen recién llegadas desde la mismísima edad media. Les da igual que los bombardeos hayan arrasado hospitales, mercados, colegios, casas, mujeres, niñas, bebés recién nacidos, enfermos o personas de avanzadísima edad. Es lo que tienen los objetivos militares: en sus cuentas de resultados el éxito se celebra cuando mueren más enemigos que compatriotas y, en muchas ocasiones, no importa la edad o la inocencia de quienes son, simplemente, de los otros.

 

Las imágenes también dejan de servir para crear conciencia del problema que se está incubando en Oriente Medio y cuyas consecuencias lamentaremos enormemente en un futuro. Las fotografías de niñas y niños destrozados en bombardeos ya no logran soliviantar a quienes sí pierden la cabeza y lanzan exabruptos por sainetes de política nacional, local o regional que producen vergüenza ajena.

 

Por eso creo que ha llegado la hora de traducir y trasladar lo que está pasando en Gaza para que podamos calibrar realmente lo que ocurre. Ayer leí que los gazatíes muertos podrían alcanzar ya los 39 000, unos guarismos cuya frialdad no logra conmovernos. ¿Acaso lo entenderíamos mejor si nos dijeran que han desaparecido todas las personas que viven en Plasencia, una ciudad extremeña con un similar número de habitantes? El número de heridos alcanza los 89 000, pero nos son tan lejanos geográficamente que tampoco nos quitan el sueño. ¿Acaso porque no los vemos como la suma de nuestros paisanos de Don Benito, Almendralejo y Navalmoral de la Mata? ¿Nos ayudaría a entender la catástrofe ajena imaginarnos estas ciudades tan nuestras con sus hospitales bombardeados y sin personal para atender a casi nadie?

 

Esta semana comienzan en París unas competiciones deportivas que pretenden emular a las que hace más de dos mil años se celebraban en Grecia. Cuentan que aquellos juegos siempre venían acompañados de una tregua olímpica, una suspensión temporal de las guerras para que los deportistas pudieran trasladarse hasta Olimpia para competir. Desearía que el 11 de agosto, cuando se apague la llama en París, esos 39 000 muertos y los 89 000 heridos nos importasen de verdad, como si fueran nuestros vecinos.

Publicado en el diario HOY el 24 de julio de 2024


 

Nuestros días de radio

  Ayer por la tarde, mientras escribía estas letras, se cumplían 100 años del nacimiento de la radio en España y no puede...