13 noviembre, 2024

El cambio climático no existe

Apenas 537 votos en Florida sirvieron a George W. Bush para imponerse a Al Gore en las presidenciales de noviembre del 2000. En los años siguientes vivimos otra guerra más en Oriente Medio, que causó víctimas inocentes y muchos daños colaterales, tanto allí como aquí, por culpa de unas armas de destrucción masiva que nos juraron que existían y que jamás se encontraron tras la caída de Sadam Hussein.

 

Al Gore no se volvió a presentar a las elecciones en 2004 y se dedicó a recorrer el mundo con un documental bajo el brazo, Una verdad incómodaque nos avisaba de una amenaza ya comprobada por la inmensa mayoría de las personas que se dedican a la investigación científica: un calentamiento global y un cambio climático imparable que podría hacer de este planeta un lugar inhabitable para todas las especies, incluida la humana.

 

En apenas dos semanas hemos tenido que repasar las hemerotecas de aquellos días de noviembre del año 2000 y de las primeras dos décadas de este siglo, en las que nos ha tocado escuchar a negacionistas en todo tipo de púlpitos, ya sea desde programas televisivos donde mezclan extraterrestres con teorías conspiranoicas, hasta presidentes de gobierno que confiaban el futuro climático de su país a un primo físico que decía que no era para tanto.

 

Una de esas consecuencias del cambio climático que nos vienen anunciando desde entonces nos ha llegado: las imágenes de cañas y barro en el este peninsular no son las primeras que vemos al final del verano o ya metidos en el otoño. Las antiguas gotas frías y las nuevas danas siguen y seguirán llegando por estos días de octubre, como ya pasó en Valencia en 1957 y 1982, como muchos vimos de cerca en Badajoz hace 27 años.

 

Ya sabemos que gestionar en tiempos de paz y bonanza no es una tarea fácil. Hacerlo en medio de una catástrofe debe ser muy complicado y lo más importante es siempre atender a las víctimas, a sus familias, a las personas damnificadas que se han quedado sin casas, sin trabajos, sin todos sus recuerdos convertidos en papel mojado. Se tardará en reconstruir todo lo arrasado, pero sería imperdonable que nos olvidáramos de lo ocurrido cuando se hayan limpiado las calles y las casas, restablecidas las comunicaciones y reabiertos todos los centros de trabajo, educativos y de ocio que se han inundado.

 

 

Pero lo peor que nos puede ocurrir es que no queramos saber por qué ha pasado todo esto y por qué volverá a pasar en otros lugares del mundo, como nos advierten quienes saben de esto sin supercherías. Sin ciencia y sin memoria todo nos irá peor: en Badajoz, Florencia y otras muchas ciudades hay placas que recuerdan hasta dónde llegaron las aguas un día. Así que o nos ponemos como prioridad dejar de construir en cauces secos y luchar de verdad contra la gran amenaza global, o lo repetiremos todo: vuelve Trump, Putin sigue, Oriente Medio va de mal en peor, el bulo vence a la verdad, el odio y la sinrazón tienen más seguidores que la cordura, “el cambio climático no existe” todavía se escucha en demasiados lugares.

 

Publicado en el diario HOY el 13 de noviembre de 2024.

 


 





30 octubre, 2024

Silencios imperdonables

A principios de siglo andaba sacando tiempo de donde no lo tenía y un día a la semana me trasladaba de Badajoz a Cáceres para ir a las clases de la primera promoción de Filología Portuguesa en la Universidad de Extremadura. Compartía coche con Manoli y con Fátima, con las que hablábamos de todos los temas habidos y por haber durante tantas horas de ida y vuelta por la que hoy se vuelve a llamar N-523.

Mi pasión por la radio hizo que un día comentara el caso de una tal Nevenka, de la que había escuchado su historia en La Ventana de Gemma Nierga, donde colaboraba Juanjo Millás. Así que el último día del curso Fátima nos trajo un obsequio a quienes poníamos el coche para el viaje:  'Hay algo que no es como me dicen' fue el libro de Millás que me regaló y que me impresionó profundamente. 

El acoso sexual al que se vio sometida Nevenka era una historia impactante que te hacía saltar las lágrimas a poco que tuvieras algo de sensibilidad: el patriarcado tenía (y todavía mantiene) unos códigos que dicen que una vez que accedes voluntariamente a algo ya no te puedes negar ni quejarte. Han transcurrido 20 años y hemos avanzado en algunas cosas: hoy tenemos una ley que sí deja claro qué es el consentimiento y que mete en el código penal lo que durante siglos han sido unas pésimas artes amatorias escritas con testosterona y considerando a las mujeres como meros objetos.

Pasan los años, cambian los personajes, sus estatus y sus filiaciones, pero cada primer acto de acoso sexual va seguido de dos escenas de ensañamiento posterior en forma de silencios. El primero es el silencio de la víctima, que tiene que calibrar si una denuncia le mejorará o le empeorará la vida. El segundo silencio es el de los que a toro pasado dicen que se sabía, que se podía imaginar o que se veía venir, con todos los verbos conjugados con un se por delante porque no nos atrevimos a ponernos como sujetos activos, ni a decir lo que era imprescindible.

Icíar Bollaín ha llevado a las pantallas la historia de Nevenka. Ha tenido que rodarla en Zamora, porque en Ponferrada hubo resistencias a que fuera el plató de lo que allí había ocurrido hace décadas. Y de repente la actualidad vuelve a traernos nuevos casos que nos van llegando por goteo, sin decir claramente nombres y apellidos, hasta que al final se descubre al personaje y, para colmo de los colmos, el tipo nos suelta que todo es una disociación entre la persona y el personaje.

La violencia de género y el acoso sexual necesitan leyes eficaces que protejan a las víctimas, pero poco o nada servirán si no modificamos esquemas mentales enraizados, en los que ser varón va unido a ejercer la fuerza, física o de otro tipo, para doblegar la voluntad de las mujeres. Nada avanzaremos si no comenzamos a reprochar socialmente lo inaceptable en lugar de callar e ignorar lo que ocurre. El silencio de las víctimas en estado de pánico podría disculparse, pero que el resto sigamos mirando hacia otro lado es imperdonable.  

Publicado en el diario HOY el 30 de octubre de 2024 


 

16 octubre, 2024

Nuestros días de radio

Ayer por la tarde, mientras escribía estas letras, se cumplían 100 años del nacimiento de la radio en España y no puede evitar acordarme del primer transistor que me regaló mi tía al regreso de una excursión a Andorra, cuando el Principado era un lugar al que se iba a comprar azúcar, chocolate o equipos electrónicos en lugar de ser guarida fiscal para quienes su patria se acaba en los colores de su pulserita.

 

Aquel transistor naranja y de marca japonesa me creó una costumbre que jamás he abandonado: la de escuchar todos los días unas voces (verdaderas) que me acercan realidades lejanas o me informan de lo que ha pasado en la esquina de mi barrio, donde seguimos sin piscina pública y se revientan las tuberías cada dos por tres. Dejó de gustarme la musiquilla de los domingos por la tarde con tanto gol y tanto grito, pero encontré nuevos mundos y tiempos modernos en una Radio 3 rompedora en mitad de los ochenta, en el humor absurdo de Gomaespuma en las noches de los sábados, en un programa sobre educación que conducían una tal Milá y un tal Gabilondo y que se llamaba “Queremos saber”. 

 

Fue pasando el tiempo y mis días de radio no eran como los de la película de Woody Allen. Esquivar las llamadas radio-fórmulas me permitió encontrar caminos menos trillados y disfrutar de una radio más clásica en la que una sonata de Bach o la 5ª de Mahler te acompañaba mientras acababas un libro o hacías como que estudiabas, pero también sintonizábamos canciones y letras más modernas y menos comerciales, las que acaban formando parte de la banda sonora particular de cada uno. Luego llegaron algunas noches y muchas tardes en las que Julia, Almudena, Manuel y Juan discutieron en un gabinete de todos los temas recogidos en las enciclopedias, y las mañanas del fin de semana dejaron de ser días cualesquiera para vivirlos con intensidad, porque no son más que dos.

 

Y pasó más tiempo, nos cantaron mil veces que el vídeo mataría a la estrella de la radio y ahí seguimos algunos, empeñados en descubrir territorios comanches aunque nos los cambien del viernes por la tarde al domingo por la mañana. Hoy ya no malgasto tanto dinero en pilas, como cada noche que me quedaba dormido sin apagarla, pero me sigo enriqueciendo poco a poco mientras paseo, mientras cocino, mientras conduzco. Continúo escuchando a la carta la radio del siglo XXI gracias a esos 'podcasts' que te convierten en voz los más valiosos documentos, te descubren la ciencia, te aconsejan libros, te explican las finanzas, te investigan la historia o te la cuentan de manera que la logras entender.

 

Han pasado cien años y no sé cómo será la radio del futuro. Quizá las nuevas ondas hertzianas nos leerán el cerebro, una inteligencia artificial nos emitirá las noticias que más nos gustan y, rápidamente, nos sermonearán con las opiniones que más nos complazcan. Pero quiero creer que sí continuará habiendo profesionales con ganas de hacer radio de calidad (si les dejan los jefes), e imagino que seguirá habiendo oyentes y que continuaremos teniendo nuestros días de radio.
 
Publicado en el diario HOY el 16 de octubre de 2024
 




 
 

02 octubre, 2024

Los mismos de siempre

No recuerdo la primera vez que tuve conocimiento de las desgracias de la población palestina. Las guerras de mi infancia las veía en telediarios en blanco y negro, hablaban de un conflicto árabe-israelí que pareció terminar con unos acuerdos en Camp David y con posteriores premios Nobel de la Paz para Anwar-Al-Sadat y Menachen Begin. Años más tarde me fui enterando de que a los palestinos, aquellos a los que habían echado de sus casas para crear un Estado judío tras el holocausto, los habían olvidado en aquellos acuerdos y 3.000 de ellos fueron aniquilados en los campos de refugiados de Shabra y Shatila, en tierras libanesas, allá por 1982.

Andaba ya por la Facultad cuando llegó a mis oídos la primera intifada, de la que ya recuerdo imágenes en color de soldados que rompían con pedruscos los codos de unos niños de apenas 11 años, que es el castigo que merecían por apedrear los carros blindados. Aquella imagen se nos grabó a toda una generación que nos abrigábamos los inviernos con pañuelos de aquellas tierras y que veíamos a Arafat con la rama de olivo en una mano y una piedra en la otra mientras hablaba en la ONU.

 

En 1990 Kuwait fue invadido, occidente bombardeó a Irak y a sus habitantes, dejó a Saddam Hussein en el poder en 1991 y al final de ese año se fraguó una Conferencia de Paz en Madrid para poner concordia en aquellas tierras. ¿Adivinan quiénes volvieron a ser los olvidados? Pues sí, los mismos de siempre. Más tarde llegaría una ligera esperanza y hubo Nobel de la Paz para Arafat, Rabin y Peres en 1994, pero Isaac Rabin fue asesinado por un ultraderechista judío en 1995 y las cosas se volvieron a torcer para los mismos de siempre.

 

Anteayer se cumplieron 24 años de otras imágenes que quizá recuerden: las de Muhammad al-Durrah y su hijo refugiándose en una pared de los disparos de soldados israelíes, del llanto del niño, de los esfuerzos del padre por cubrir con su cuerpo a su criatura. Tras la guerra de Iraq y la caída de Saddam en 2003 se pensó que ya todo estaba dispuesto para dar una solución digna a la gente de Palestina, pero tampoco.

 

Han pasado 20 años más y el Líbano volvía esta semana a ser objetivo militar israelí, como Shabra y Shatila en 1982. Mientras escribía esta columna la edición digital del periódico informaba de una subida del 4% en el precio del crudo ante los tambores de guerra y de un inminente ataque iraní con misiles balísticos sobre Israel. No se ha cumplido un año desde el fatídico ataque terrorista de Hamás el 7 de octubre de 2023 y el resultado no puede ser más descorazonador: aquellas 364 víctimas civiles israelíes inocentes se han centuplicado con creces del lado palestino, con miles de mujeres y niños encabezando unas estadísticas insoportables.

 

Un escenario de guerra global es lo peor que nos puede pasar y ayer las cosas estaban muy mal. Desgraciadamente, sí hay un pueblo que casi no tiene margen para empeorar su situación, de ahí que sea urgente salvar al pueblo de Palestina de un horror que dura demasiado.

 

Publicado en el diario HOY el 2 de octubre de 2024



 

18 septiembre, 2024

Extremeños como Manuel Vital

Hace seis años leí un amplio reportaje en "El Salto" firmado por Antonio Torrico, Joan Tafalla y Manuel Cañada. Fue la primera vez que supe de la existencia de un extremeño de Valencia de Alcántara llamado Manuel Vital Velo, que había nacido en octubre de 1923 y se quedó sin padre tras el verano de 1936, porque haberse significado como demócrata era ya una excusa para ser descerrajado de un tiro y enterrado en cualquier cuneta.

El huérfano Manuel Vital acabó en Barcelona como miles de extremeños y andaluces. Iban buscando en zonas con industria un oficio para sobrevivir que era imposible encontrar en sus tierras de origen, donde el latifundismo seguía sirviéndose del trabajo de unos braceros que ni doblando el lomo de sol a sol conseguían alimentar a sus familias. De estas historias ya dio buena cuenta el cine español y desde hace dos semanas las pantallas nos han vuelto a contar otra historia de esta tierra: la de Manuel Vital y aquella gente de Torre Baró que compró una parcela en las afueras de Barcelona, intentó construirse con sus manos algo parecido a una casa y luego tuvo que pelear cada minuto para que el pecado original de haber nacido pobre no fuera una enfermedad que se transmitiera genéticamente y sin remedio a toda la descendencia.

No les destriparé la película titulada "El 47", en la que Eduard Fernández interpreta de manera magistral a nuestro héroe de Valencia de Alcántara, construyendo un personaje totalmente creíble y con un acento que bien podría pasar por el de un extremeño con más de 30 años en Cataluña, algo que ya vimos lograr a Paco Rabal en su Azarías pero no tanto a Alfredo Landa con su Paco el Bajo. 

Esta obra del director Marcel Barrera me ha permitido recordar un tiempo en el que la vecindad era sinónimo de ayuda, donde se buscaban soluciones colectivas y no salidas individuales para los problemas de las barriadas. Hubo un momento a finales de los años 70 en las que las asociaciones de vecinos eran capaces de movilizar calle por calle y reclamar una escuela, un centro de salud, una pista deportiva, un semáforo para evitar más accidentes o una maestra sustituta cuando las autoridades no enviaban a nadie a suplir una baja.

Pero llegamos a mediados de los 80 y alguien decidió que las asociaciones vecinales no tenían sentido en democracia y fueron recluidas -en su mayoría- a gestionar la verbena, las fiestas del barrio y la sede social, en caso de que hubiera. Hoy me cuentan que en alguna ciudad de Extremadura ha dejado de haber incluso fiestas de barrio debido a las condiciones tan restrictivas que ha impuesto el propio Ayuntamiento a las asociaciones.

Salí de ver “El 47” emocionado con la historia, las interpretaciones y la hermosa canción de Valeria Castro mientras se encendían las luces de la sala. Me gustaría que se descubrieran más historias extremeñas y que quizá no conozcamos. Antes que glorificar las de hace siglos allende los mares, habría que admirar las auténticas conquistas extremeñas, las de gentes comprometidas como Manuel Vital. Seguro que hay muchas más.

Publicado en HOY el 18 de septiembre de 2024




 


04 septiembre, 2024

Hogar


Tener un techo bajo el que cobijarse es un derecho recogido en el artículo 47 de la Constitución. No menciona el verbo poseer ni tampoco sugiere nada parecido a tener en propiedad una casa, un piso o un apartamento. Los constituyentes se limitaron a conjugar un verbo tan agradable como es disfrutar y cerraron el debate léxico-inmobiliario con un vocablo simple y descriptivo: vivienda.  Durante los años del debate Constitucional todavía se podía ver en muchas ciudades españolas un fenómeno llamado chabolismo, así que los parlamentarios se apresuraron a poner un par de adjetivos para que la vivienda en cuestión fuera, como mínimo, digna y adecuada. 

 

Con el paso del tiempo las cosas fueron mejorando económicamente y las clases medias acabaron endeudándose para conseguir el sueño dorado: su piso en propiedad, aunque para ello estuvieran ahogados pagando letras e intereses bancarios que rozaban la usura. Jamás llegaron aquí los modelos de otros países europeos, donde los ayuntamientos eran propietarios de un gran parque de viviendas que los propios municipios ponían en alquiler a unos precios con los que, además de disfrutar de un hogar, también se podía disfrutar de la vida.

 

Han pasado más de 40 años desde que la Constitución consagrara aquel derecho, las cosas han cambiado y no siempre a mejor. El turismo ha incrementado los precios de un bien de primera necesidad de tal manera, que en ciudades como Madrid, Barcelona o Málaga es casi imposible encontrar un lugar decente para vivir ni dedicando todo el 75% del salario. Conseguir un hogar para formar una familia es una aventura de ciencia ficción y una auténtica suerte contar con una habitación en un piso compartido en el que no se conoce al resto de los inquilinos.

 

Imagino que a quienes están amasando millones especulando con un bien de primera necesidad todo esto les parecerá el paraíso: antes no podían pedir más de 900 euros al mes por un pisito y ahora se embolsan 2000 a la semana desde una plataforma que alquila a turistas, acaban expulsando de los barrios céntricos a personas de edad avanzada y terminan dejando un panorama urbano que todavía no tiene adjetivos para describirlo.

 

Aquel artículo 47 de la Constitución no acababa en lo del derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los redactores también sabían que esculpir un derecho en mármol y no encargar a nadie para que se hiciera cumplir no serviría para nada. Por eso atribuyeron a los poderes públicos la obligación de promover las condiciones necesarias y establecer las normas pertinentes para hacerlo efectivo, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación.

 

Sé que la Constitución no solventará de la noche a la mañana el gran problema de vivienda que estamos sufriendo y que casi nadie se atreve a afrontar. Pero es curioso que las partes de la Carta Magna que garantizan derechos para los más débiles sean fácilmente ninguneadas, mientras que las que protegen a especuladores y fondos buitres siempre tienen cerca alguna toga que les ampare. Disfrutar de un hogar debería ser un Derecho Humano que permitiera a todo el mundo usar un adjetivo tan hermoso como es hogareño.

 

Publicado en el diario HOY el 4 de septiembre de 2024


 

21 agosto, 2024

Casi un cuarto de siglo

 

Algunos días de vacaciones los guardo para poner en orden papeles y archivos, bajarlos al trastero, revisar si merece la pena seguir conservando lo que no se tiró hace cuatro veranos y convertirme en juez apresurado que dicta sentencias hacia el punto limpio o los salva hasta el siguiente zafarrancho. En la aventura del verano de 2024 me he sentido en la piel del barbero y del cura del Quijote, salvando del contenedor azul apuntes universitarios que no volveré a releer, libros para los que ya no tengo espacio en casa, dispositivos informáticos que jamás se volverán a enchufar y carpetas con recortes de periódicos de lo que he ido escribiendo en lo que va de siglo.

 

Mi enorme capacidad de distracción me hizo detenerme varias horas ordenando esos recortes, releyendo textos que no recordaba, lamentando erratas que me avergonzaban y sorprendiéndome con vaticinios tan acertados que me habrían permitido ganarme la vida como pitonisa en uno de los programas nocturnos de la TDT de aquellos años. A los jóvenes nacidos en el cambio de milenio las siglas TDT les debe sonar tan raras como la palabra almanaque, que hay que explicarles que es un sinónimo de esos calendarios que pasan lentos en la infancia y son supersónicos al llegar a esa edad tan ambigua a la que apellidan mediana.

 

Mientras iba ordenando cientos de columnas me fui dando cuenta de que hay demasiadas cosas que apenas han mejorado en este primer cuarto de siglo que estamos a punto de consumir: empezamos hablando del efecto llamada de las leyes de extranjería, de unas bombas en trenes que quebraron los corazones de 200 familias y volvieron a partir en dos a todo un país o de la globalización que avanzaba, pero también de derechos cívicos que nuestras abuelas no habrían podido ni imaginar.

 

Las guerras siguieron extendiéndose y de Irak pasaron a Siria, se enquistaron en Afganistán y en decenas de lugares de África, aunque solo comenzaron a asustarnos cuando llegaron a Ucrania y vimos que gente rubia y de ojos azules también podían sufrirla. En todos estos años tampoco dejaron de padecer en el Sáhara Occidental o en Palestina, unas tierras a las que nos unen los colores de la bandera extremeña y para quienes el día a día consiste en sobrevivir en el desierto o no morir en el siguiente bombardeo.

 

La luna de agosto brilla hoy más que nunca y alumbra por igual tanto a quienes caminan junto al paseo marítimo como a los que llegan en un cayuco o una patera clandestina. Mañana se hará de día y un sol de justicia seguirá recordándonos que el cambio climático no es una broma y que hemos dejado el timón del planeta a irresponsables que solo creen en sus cuentas de beneficios y en sus repartos de dividendos.

 

Empezamos el milenio temiendo una posible catástrofe provocada por desajustes informáticos y, un cuarto de siglo después, hemos sumado a las desgracias inevitables otras que provocamos deliberadamente para hacer sufrir: violencia, guerras, machismo, xenofobia, racismo, aporofobia y explotación. La próxima vez que baje a ordenar escritos espero que la inteligencia colectiva haya vencido, finalmente, a tanta codicia infinita.

 

Publicado en HOY el 21 de agosto de 2024

 


 

El cambio climático no existe

Apenas 537 votos en Florida sirvieron a George W. Bush para imponerse a Al Gore en las presidenciales de noviembre ...