Esta semana iba a contarles historias de los trenes extremeños narradas por un usuario asiduo. Podría aburrirles con palabras que he ido aprendiendo casi sin parar: ancho ibérico, ancho UIC, doble vía electrificada, vía única sin electrificar, trenes híbridos y hasta las siglas ERTMS, que son de un sistema europeos de gestión del tráfico ferroviario de vital importancia.
Pero la actualidad me ha hecho recordar los días de finales de marzo, en los que coincidí en alguno de esos trenes con gentes que procedían de Ucrania y que habían cruzado el viejo continente para llegar a Portugal, donde desde hace años existe una importante población de personas de aquel país.
Eran casi todas mujeres y con pequeñas criaturas. Cuando ibas acercándote hacia la puerta de salida veías que traían una gran maleta con ruedas y una bolsa grande donde sobresalía algún que otro peluche, el último objeto que habrían decidido llevarse. Solo vi a una pareja de adolescentes y a un anciano que viajaba solo con una maleta de las de antes, de las que no tenían ruedas, y cuya mirada me trasmitió una profunda tristeza.
No sé si lo he aprendido como método para no caer en el desánimo, pero siempre procuro buscar una arista positiva hasta en el más desalentador escenario. Mientras hacía el camino a pie hacia casa pensaba en que el resto de viajeros del tren no podía disimular sus gestos de comprensión hacia aquellas mujeres y niñas que habían venido hasta la otra punta de Europa para salvarse de las bombas y tiroteos de las tropas de Putin.
Llegué a pensar esos días que podíamos conseguir un cambio en la manera de ver a las personas que buscan refugio, que habría un antes y un después de esta tragedia, que las nuevas generaciones tendrían ya un recuerdo vivo y duradero de lo que suponen las guerras y del daño que causan a la población civil. En marzo tenía la certeza de que a las siguientes refugiadas que nos llamaran a la puerta no las íbamos a volver a ver como demonios del mal, sino con la misma comprensión y afecto silencioso que los pasajeros de por aquí mostrábamos hacia aquellas refugiadas rubias, altas y de ojos claros, con sus bebés y sin maridos.
Pero me temo que no. Lamento decir que aquella comprensión política y social hacia el dolor de la población ucraniana no está generalizado, no es un sentimiento de carácter universal sino que discrimina razas, colores de piel y nacionalidades. Aquella solidaridad nos brotaba sincera porque nos veíamos como ellas, porque pensábamos que eran gente como nosotros, con casas, colegios, y hospitales como los nuestros. En cambio, hay amplias capas de la población y de la clase política que no ve a las 37 víctimas mortales de Nador como gente que huye de la muerte en Sudán o en Mali, como personas que buscaban un lugar en el mundo en el que sobrevivir. Otro día les hablaré de planificación ferroviaria porque hoy me toca explicar que los aplastados junto a Melilla podían ser tan refugiadas como las de aquel tren de marzo. Ya no podremos preguntárselo.
Publicado en HOY el 29 de junio de 2022.
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