21 agosto, 2024

Casi un cuarto de siglo

 

Algunos días de vacaciones los guardo para poner en orden papeles y archivos, bajarlos al trastero, revisar si merece la pena seguir conservando lo que no se tiró hace cuatro veranos y convertirme en juez apresurado que dicta sentencias hacia el punto limpio o los salva hasta el siguiente zafarrancho. En la aventura del verano de 2024 me he sentido en la piel del barbero y del cura del Quijote, salvando del contenedor azul apuntes universitarios que no volveré a releer, libros para los que ya no tengo espacio en casa, dispositivos informáticos que jamás se volverán a enchufar y carpetas con recortes de periódicos de lo que he ido escribiendo en lo que va de siglo.

 

Mi enorme capacidad de distracción me hizo detenerme varias horas ordenando esos recortes, releyendo textos que no recordaba, lamentando erratas que me avergonzaban y sorprendiéndome con vaticinios tan acertados que me habrían permitido ganarme la vida como pitonisa en uno de los programas nocturnos de la TDT de aquellos años. A los jóvenes nacidos en el cambio de milenio las siglas TDT les debe sonar tan raras como la palabra almanaque, que hay que explicarles que es un sinónimo de esos calendarios que pasan lentos en la infancia y son supersónicos al llegar a esa edad tan ambigua a la que apellidan mediana.

 

Mientras iba ordenando cientos de columnas me fui dando cuenta de que hay demasiadas cosas que apenas han mejorado en este primer cuarto de siglo que estamos a punto de consumir: empezamos hablando del efecto llamada de las leyes de extranjería, de unas bombas en trenes que quebraron los corazones de 200 familias y volvieron a partir en dos a todo un país o de la globalización que avanzaba, pero también de derechos cívicos que nuestras abuelas no habrían podido ni imaginar.

 

Las guerras siguieron extendiéndose y de Irak pasaron a Siria, se enquistaron en Afganistán y en decenas de lugares de África, aunque solo comenzaron a asustarnos cuando llegaron a Ucrania y vimos que gente rubia y de ojos azules también podían sufrirla. En todos estos años tampoco dejaron de padecer en el Sáhara Occidental o en Palestina, unas tierras a las que nos unen los colores de la bandera extremeña y para quienes el día a día consiste en sobrevivir en el desierto o no morir en el siguiente bombardeo.

 

La luna de agosto brilla hoy más que nunca y alumbra por igual tanto a quienes caminan junto al paseo marítimo como a los que llegan en un cayuco o una patera clandestina. Mañana se hará de día y un sol de justicia seguirá recordándonos que el cambio climático no es una broma y que hemos dejado el timón del planeta a irresponsables que solo creen en sus cuentas de beneficios y en sus repartos de dividendos.

 

Empezamos el milenio temiendo una posible catástrofe provocada por desajustes informáticos y, un cuarto de siglo después, hemos sumado a las desgracias inevitables otras que provocamos deliberadamente para hacer sufrir: violencia, guerras, machismo, xenofobia, racismo, aporofobia y explotación. La próxima vez que baje a ordenar escritos espero que la inteligencia colectiva haya vencido, finalmente, a tanta codicia infinita.

 

Publicado en HOY el 21 de agosto de 2024

 


 

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