30 abril, 2025

Vivir sin luz

Entre la treintena de objetivos de desarrollo sostenible que tanto odian ultras y conservadores el número 7 consiste en “garantizar el acceso universal a servicios energéticos asequibles, fiables y modernos”. Algo tan simple como que todo el mundo tenga al alcance de su mano la energía suficiente para cubrir necesidades tan básicas como cocinar, disponer de agua caliente para el aseo personal y luz eléctrica para poder ver algo tras la puesta del sol.

Uno de los últimos informes sobre los avances en materia energética de ese séptimo objetivo de desarrollo sostenible confirma que el número de personas sin acceso a la electricidad en el mundo aumentó por primera vez en la última década. Así que no solo no estamos erradicando la pobreza energética, sino que nos encontramos con cifras que hablan de claros retrocesos: en 2022 carecían de electricidad 685 millones de personas, diez millones más que en 2021.

Lo que anteayer vivimos los 55 millones de personas que habitamos la península ibérica durante ocho horas es lo habitual para 685 millones de seres humanos de este planeta y que se concentran en el continente africano. Con la diferencia de que aquí teníamos la certeza casi absoluta de que el problema se nos resolvería en cuestión horas y ellos no tienen en el horizonte ningún atisbo de esperanza de que su situación vaya a sufrir alguna mejora.

Sí, ya sé que no nos podemos comparar y habrá quien diga que África no tiene solución. Especialmente lo afirman quienes se enorgullecen de colonialismos que esquilmaron tierras y traficaron esclavos cuando les convenía y ahora llenan las vallas con esas concertinas que el fallecido Francisco calificó como “lo más inhumano que hay”.

Para buscar lo inhumano tampoco hay que irse tan lejos, porque desde hace años hay 4.500 personas sin luz en la madrileña Cañada Real, donde malviven criaturas heladas de frío todos los inviernos, sin almas caritativas que sean capaces de echar un cable a quienes sufren en esa situación a escasos kilómetros de una ciudad en la que el lujo se desparrama por sus barrios más exclusivos.

Ahora que ya sabemos lo que es un breve apagón, con incomodidades tan banales como no subir en el ascensor, no comer caliente o no poder encender el televisor, me puse a imaginar cómo sería estar así desde octubre de 2023. ¿Soportaríamos un año y medio con la desazón vivida anteayer durante solo ocho horas? Pues piensen entonces cómo podríamos aguantar si durante más de 500 noches la oscuridad tuviera bombardeos continuos como banda sonora, casas derrumbadas como escenario, hospitales como objetivos militares, mañanas sin ayuda humanitaria y con el suministro eléctrico cortado para la única planta desalinizadora que nos pudiera calmar la sed. 

El párrafo anterior no pretende minimizar un episodio eléctrico que nos ha cambiado la vida peninsular durante unas horas. Es tan solo un intento, probablemente infructuoso, de que nos pongamos en la piel de quienes sobreviven a oscuras en la franja de Gaza, en el corazón de África o en la Cañada Real. Que nos hayan cortado la luz durante unas horas de nuestra vida nos ha podido causar molestias, pero vivir sin luz no nos lo podemos ni imaginar.

 

Publicado en el diario HOY el 30 de abril de 2025 

 






 

16 abril, 2025

Breve crónica de derechos y humanos

El pasado fin de semana lo pasé en el Palacio de Congresos de Mérida. Cada año la organización de Derechos Humanos en la que participo celebra su Asamblea General Federal y esta vez estuve colaborando como voluntario para que todo saliera bien. Cuando empecé como activista en Amnistía Internacional, hace ya más de 30 años, iba recorriendo la península cada primavera y juntándome con quienes desde pueblos y ciudades dedican su tiempo a preocuparse por los Derechos Humanos en el mundo y por las personas cuyas vidas corren peligro de ser detenidas, encarceladas injustamente o incluso ejecutadas.

Alguna vez alguien me ha preguntado que por qué lo hago y siempre tengo preparada una larga respuesta. Antes de soltarla como una retahíla suelo interrogar en sentido contrario: ¿y tú por qué no? Es entonces cuando me cae el vendaval de explicaciones que van desde lo pusilánime a lo inadmisible: “pues anda que no hay gente necesitada por aquí”, “a esos que quieres salvar del corredor de la muerte en Texas los fusilaba yo ahora mismo” y cosas por el estilo.

Y es que si no nos ocupáramos quienes vivimos lejos y con cierta seguridad, es muy probable que se quedaran desamparadas todas esas personas cuyas vidas se han convertido en un calvario. El domingo pudimos escuchar a Fariba Ehsan, Fundadora de la Asociación Iraní Pro Derechos Humanos, y a Khadiya Amin, una periodista de la televisión afgana y superviviente de maltrato y de un matrimonio forzado. Sus testimonios nos recuerdan que la igualdad de derechos de las mujeres está a años luz de lo imprescindible. Tampoco nos predijeron un futuro idílico Tarah Demant y Daniel Joly, que desde Estados Unidos nos hablaron de cómo frenar los autoritarismos en tiempos de Trump y de quienes quieren emularlo en otros lares, ya sea de forma mimética o de manera disimulada, que nunca se sabe qué es peor.

Y acabamos escuchando la voz del periodista mejicano Alberto Amaro, al que Antonio Gildado entrevistó anteayer en estas mismas páginas y cuya lectura les recomiendo vivamente. Cada pausa medida de Alberto nos recordaba la heroicidad de informar en un mundo en el que tanto los criminales como las policías corruptas son capaces de poner precio a la cabeza de cualquier profesional de la comunicación.

Donde hay poca justicia, es gran peligro decir verdad y tener razón. No recuerdo ni quién ni cuándo pronunció la frase y solo sé que su contenido sigue más vigente que nunca. Alberto está ahora en España gracias a un programa de Amnistía Internacional que nos ha permitido desde hace décadas proteger y dar a conocer las luchas de quienes se jugaban la vida en Colombia, Sudán, Palestina, Guatemala, Cuba o México.

El año que viene iremos a Lugo a reunirnos de nuevo y durante doce meses seguiremos actuando, día a día, para que aquella Declaración Universal de los Derechos Humanos no pierda sentido ni seguidores. Mientras tanto me quedo con las palabras que nuestra compañera Liliana hizo resonar el Palacio de Congresos de Mérida citando a las madres y abuelas de Plaza de Mayo: la única lucha que se pierde, es la que se abandona. 

 

Publicado en el diario HOY el 16 de abril de 2025

 


 

02 abril, 2025

Antónimos de guerra


Uno de los primeros ejercicios escolares era escribir los términos opuestos a unas cuantas palabras que nos daban. Luego supimos que los llamaban antónimos y más tarde nos explicaron que los había graduales, recíprocos y hasta complementarios. Llevamos varias semanas escuchando la palabra guerra y nos la adornan con augurios: que hay que prepararse para ella, acumular víveres y hasta guardar algunos utensilios por si las cosas vienen mal dadas.

 

     Nuestros antepasados soportaron una gran guerra y algunos pudimos escuchar sus testimonios de aquella larga posguerra de penalidades. Y es que las guerras no se parecen casi nada a las películas de ese género cinematográfico que llenaba las salas y con las que en Hollywood se hacían de oro. Si alguna vez hablan con civiles que sufrieron guerras les dirán que no se las desean a nadie, que preferirían que no existieran o que, en el peor de los casos, que la sangre estuviera tan lejos que nunca pudiera salpicarnos.

 

     En eso también han sido unos maestros los estadounidenses, que no saben lo que es una guerra seria en su territorio desde aquella de secesión que acabó hace 160 años. Organizarlas fuera del territorio, sin afectar a su población civil y obteniendo importantes beneficios en otros continentes es una gran apuesta en la que se arriesga poco y se puede ganar muchísimo. Por eso no nos debería extrañar que Trump esté dispuesto a casi todo, incluso a montar una tercera guerra mundial en Europa que los habitantes de Nebraska solo descubrirían encendiendo la tele o maldiciendo el encarecimiento de algún producto.

 

     En aquellos ejercicios escolares todos habríamos escrito paz como antónimo de guerra. La definen como esa situación en la que no existe lucha armada en un país o entre países, pero el diccionario tiene otras siete entradas y más de veinte expresiones en las que las tres letras son las protagonistas. Después de Hiroshima tampoco ha habido paz en el mundo y la monstruosidad de las guerras ha llegado hasta nuestros días en todos los continentes, de todos los colores y por múltiples razones. Cuando en los años 90 las vivimos de cerca en la ex Yugoslavia nos asustaron, las de Oriente Medio ya las aplaudían desde nuestro propio gobierno, mientras que las de África, donde la vida humana no vale nada, no las nombran ni en los telediarios nocturnos.

 

     Ahora que en Escandinavia ya hablan de dar formación militar a toda la población y que en otros lugares quieren gastar millones en eso que llaman Defensa, me pregunto dónde hemos cultivado la cultura de la paz. ¿No será que la hemos condenado a ser esa fiesta escolar que se escenifica cada 31 de enero, cuando recordamos el asesinato de Gandhi y celebramos un día de la Paz, pero que ignoraremos durante los siguientes 364 días?

 

     ¿Cuándo se nos olvidó el antónimo de la palabra guerra? ¿Por qué no dedicamos todos los esfuerzos a construir esa cultura de paz que deslegitime tantas violencias inútiles en foros, casas, estadios, colegios, calles o pantallas? ¿Qué mundo entregaremos a las próximas generaciones si permitimos que Trump, Putin ( y quienes aquí les vitorean) se salgan con la suya?

 

Publicado en el diario HOY el 2 de abril de 2025

 



Seres humanos e Inteligencias artificiales

  C ada vez que me cuentan una de las nuevas posibilidades prácticas de la inteligencia artificial siento asombro, curios...