07 julio, 2008

Colombia


Hace diez años conocí a un colombiano llamado Iván y a su familia. Habían llegado a España en un programa de protección para defensores de los derechos humanos cuyas vidas estaban amenazadas. Recorrimos Extremadura dando a conocer la realidad de su país y gracias a él aprendimos lo que jamás cuentan los telediarios: aunque ya sabíamos por aquí que existían las FARC, el ELN y los cárteles de la droga, las siglas AUC no le decían nada a casi nadie, poco se sabía del millón de desplazados internos de principios de los 90, ni de los campesinos desaparecidos, ni de esa democracia sui generis que desde hace décadas turna a liberales y conservadores, ni de cómo había sido aniquilado –literalmente – el intento de romper el bipartidismo a finales de los 80. Las charlas de Iván eran pedagogía pura de la realidad colombiana y sus análisis concluían que el origen de casi todos los problemas de su país nacían de la desigual distribución de la riqueza y de la inmensa pobreza en la que vivía la mayoría de la población. Hoy nos podemos congratular de que Ingrid Betancourt esté libre y de que la guerra más visible de Colombia pueda ver una luz al final del túnel, pero sería indigno que la feliz liberación de Betancourt fuera el final de una tragedia personal que acallara el urgente proceso de paz, libertad y justicia que este país necesita. Hace poco volvía a ver a Iván, que no ha podido volver a su tierra en diez años. Me gustaría que un 1% del tiempo destinado a Ingrid en los medios se pudiera dedicar a los 280 campesinos que fueron asesinados el año pasado a manos de los paramilitares. Quizá sea mucho pedir.
Publicado en EL PERIÓDICO EXTREMADURA el 7 de julio de 2008.

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