En apenas diez días hemos vuelto a hablar de religión como en el siglo XVI. Empezó Ratzinger, que antes de aterrizar en Santiago nos avisaba de una situación de acoso a su iglesia como la de los años 30. Le faltó especificar si 1939 entraba dentro de esa horquilla temporal, pero me temo que ese año se le debe haber borrado de su memoria. Luego vino el asunto de los crucifijos en las escuelas públicas y me puse a pensar si no estaremos creando una sociedad en la que es imposible practicar el catolicismo. Pero conozco a cientos de católicos y sé que pueden bautizar a sus hijos libremente, llevarlos a catequesis en las parroquias y matricularlos en colegios religiosos. En el caso de llevarlos a centros escolares públicos, consiguen tener profesores que les adoctrinen en sus ideas, a los que sufragamos entre todos, y que son elegidos por los obispos sin criterios de mérito, igualdad y capacidad. Les está permitido hacer primeras comuniones, confirmaciones, confesiones y eucaristías. Sus sacerdotes van dando la extrema unción en los hospitales públicos, celebran bodas por su rito, impregnan de cera las calles en la primera luna llena de la primavera, llevando a hombros sus imágenes escoltadas por fieros legionarios. Para financiarse no contratan una empresa de recaudación sino que es la Hacienda Pública la que se encarga de recogerlo, poniendo a su disposición particular toda la infraestructura de la administración. Así que sigo sin ver qué peligros o cortapisas acechan a los católicos. El lunes que viene les contaré lo difícil que es no ser católico en España. Eso sí que es para llorar.
* La fotografía fue capatada en un colegio público de Badajoz.
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