Mi afición enfermiza hacia todo lo tiene que ver con lenguaje, idiomas, acentos, entonaciones o etimologías me ha servido para darme cuenta de que cada vez son más las personas que suelen comenzar casi todas sus frases con “la verdad”. Sería admirable que tanta gente hubiera optado por desterrar para siempre las mentiras y las falsedades, pero mucho me temo que no es más que una simple muletilla que se ha ido extendiendo tanto, que está a punto de perder por completo su significado literal.
Este año que inauguramos seguimos en vilo por la quiebra de valores que creíamos universales y que ya se ponen en tela de juicio sin rubor alguno: la libertad es la terraza de un bar, la igualdad pone en jaque la convivencia y la fraternidad es un peligro para ese nuevo modelo social donde el tipo duro, malote e intransigente mola más que el del solidario al se acaba tildando de ‘buenista’, el insulto preferido de quienes padecen de exceso de testosterona.
No sé si estamos calibrando las consecuencias que se pueden derivar de la total banalización de la verdad. Desde que Kellyanne Conway, aquella asesora de Donald Trump que bautizara como “hechos alternativos” a lo que de toda la vida habíamos llamado trolas y embustes, han pasado ya ocho años. Si en 2017 era fácil engañarnos a casi todos, en un par de semanas la dificultad de la humanidad será poder comunicar hechos ciertos y verdaderos a través de determinadas redes sociales.
La existencia de magnates de los negocios convertidos en dueños absolutos de casi toda la comunicación nos sitúa ante un abismo orwelliano que creíamos haber superado tras el fin de la guerra fría. Estamos a un paso de que la inteligencia artificial actúe con tanta naturalidad, que no tardarán en convencernos de que la inteligencia natural es una antigualla del pasado que debe pasar a mejor vida. Negarse a aprovechar las posibilidades prácticas de esa inteligencia incansable y de eficacia probada sería una torpeza, pero lo que nos queda por resolver es si nuestras vidas y la del propio planeta pueden dejarse en manos de inteligencias artificiales alimentadas por los algoritmos que diseñan un par de tipos tan multimillonarios, que podrían marcharse al espacio para contemplar desde allí el fin del mundo.
¿Y con tantos problemas como tenemos vamos a preocuparnos por la verdad? ¿No nos sirve como analgésico aquel refrán del color del cristal con que se mira para dejar ya zanjado el asunto? Pues no. Porque si la verdad deja de llevar artículo determinado y pasa a ser precedida por el posesivo de quien ordena y manda, entonces habremos perdido, acabaremos creyendo que los más desvalidos son unos tiranos y que los mayores sátrapas son nuestros héroes salvadores.
No quisiera acabar este texto parafraseando aquella cita evangélica de “la verdad os hará libres”. En estos asuntos de verdades y mentiras casi prefiero acabar con la genial respuesta que dio a unos periodistas el más viejo gaitero de Galicia tras ser preguntado por los éxitos de ventas de Hevia con su modernísima gaita electrónica: “yo, si les dijera la verdad, les mentiría”.
Publicado en el diario HOY el 8 de enero de 2025
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