03 abril, 2024

Ignorancia orgullosa

Una vez escuché una teoría descabellada sobre el aprendizaje que consistía en que, en mayor o menor medida y salvo graves incapacidades congénitas o adquiridas, todo el mundo acababa aprendiendo algo en la vida. La diferencia sustancial radicaba en la materia a la que uno dedicaba su tiempo en acumular dichos saberes, ya fueran habilidades manuales o capacidades intelectuales. Algo de razón sí que tenía, puesto que quienes desde muy temprana edad se han dedicado a abrir cerraduras y robar sigilosamente carteras de bolsos y bolsillos ajenos han podido salir adelante en la vida sin tener que haber estudiado ni media página.

 

Lo de aprender a apropiarse indebidamente de lo ajeno no es un monopolio de la delincuencia más callejera y marginal, porque seguro que se acuerdan de señores de camisas bien planchadas y trajes a medida que fueron capaces de amasar en un santiamén más dinero que todas las galerías de Carabanchel, desde su construcción con mano de obra esclava en 1940 hasta su derribo en 2008.

 

Nos contaban en la escuela que el saber no ocupaba lugar y luego nos fueron adiestrando para que acumuláramos conocimientos y los validáramos mediante certificados emitidos por instituciones académicas. “Cuanto más sepas, menos te van mandar”, esa era la frase que el personaje de Federico Luppi le decía a su hijo en una película de Adolfo Aristarain a principio de los 90. Metidos de lleno en el siglo XXI ya nos hemos dado cuenta de que el conocimiento no siempre garantiza ni ser dueño de tu propio destino ni tampoco de un futuro mejor, porque hay innumerables pasadizos secretos en los que la ignorancia bien maquillada puede parecer hasta intelectualidad.

 

Quizá el mayor cambio que se ha producido en la última década con respecto a la sabiduría y a la ignorancia es la mutación de valores que se ha desencadenado: quienes sí saben casi prefieren ocultarlo, mientras quienes ignoran han decidido jugar al contrataque y vanagloriarse de sus carencias. Del sonrojo que podría producirnos que se percataran de nuestro desconocimiento en algún campo del saber, hemos pasado a contar como una anécdota graciosa la admiración de una universitaria al descubrir que a 8.740 km de la Puerta del Sol se hablaba lo mismo que en la villa y corte, mientras que a poco más de 1.000 km se hablaba francés o inglés. Ahora se entiende la necesidad de crear una Oficina del Español para que la dirigiera Toni Cantó: para evitar que todos ignorásemos qué lenguas se hablan entre el Río Grande y la Patagonia.

 

Siempre me ha parecido de muy mal gusto reírse de la ignorancia ajena, porque casi nadie es culpable único y absoluto de sus desconocimientos. Lo que sí me parece más preocupante es que la incompetencia se convierta en motivo de orgullo, que se crea a pie juntillas la última magufada del youtuber que no quiso terminar el instituto, mientras que haya científicas que temen no culminar sus valiosas investigaciones porque no hay fondos en las arcas públicas para proseguir con sus trabajos. Si aplaudimos más al youtuber que evade desde Andorra, quizá no hemos calibrado lo cara que puede llegar a salirnos esta epidemia de ignorancia orgullosa.

 

Publicado en el diario HOY el 3 de abril de 2024 



 

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