24 febrero, 2014

Morir en la playa

Hace dos meses murieron seis jóvenes en mi playa favorita de Portugal: a seis universitarios se los llevó una la de madrugada, en una de esas estúpidas novatadas tan arraigadas en el mundo académico luso. La tragedia ha abierto el debate sobre la persistencia, en pleno siglo XXI, de tradicionales ritos iniciáticos de integración que suelen acabar en humillación o salvajadas. En Portugal se publicaron los nombres de las víctimas, se sabe de sus familias y es imposible no conocer todos los detalles de un drama que está constantemente en los medios y de forma personalizada.

Pero Praia do Meco no es la única en la que la gente pierde la vida: en Ceuta perecieron quince personas que ya estaban huyendo de la muerte. En nuestra mano estaba actuar para salvarlos o permanecer pasivos sin ayudarles a sobrevivir, porque uno no quiere acabar de creer esas informaciones que apuntan a que se les disparó mientras escapaban a nado en un mar gélido. Todavía no he conseguido leer los nombres de ninguna de estas quince personas, no han identificado a ninguna de ellas y jamás veremos a sus familiares contar sus sentimientos en un programa de televisión. Sus seres queridos en Mali o Senegal quizá nunca lleguen a saber qué pasó con ellos, si consiguieron un trabajo en Almería o Marsella. Quince cifras más para poner en las tumbas de los cementerios del estrecho y nada más. Estos días he recordado aquella foto de Javier Bauluz, la de una pareja bajo la sombrilla y un cadáver al fondo. Han pasado catorce años desde entonces y las playas siguen siendo escenario de unas muertes perfectamente evitables.


Publicado en El Periódico Extremadura el 24 de febrero de 2014

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