El 28 de febrero de 1995 era martes de carnaval y atravesaba la
península de punta a punta, conduciendo a solas y oyendo la radio. Me tocó
escuchar hasta la saciedad la noticia del día sobre la detención de Luis
Roldán, que llevaba desaparecido desde que se descubrió su robo a las arcas públicas.
Durante horas de boletines informativos y tertulias me aprendí toda las
peripecias de aquel caso y de todos los precedentes de corrupción que habían
ido saliendo desde finales de los ochenta: Juan Guerra, un director de Renfe apellidado
Valverde, una señora que dirigía el BOE y muchos más. Tampoco faltaron a la
cita los dos asuntos más graves de aquella época y que se saldaron con
resultados diferentes, puesto que el caso Filesa
terminó con alguna condena pero sin afectar a los más altos dirigentes del
partido beneficiado, mientras que en el llamado caso Naseiro nadie recibió ni un mero reproche, a pesar de que todos escuchamos
de viva voz las conversaciones en las que se repartían la pasta.
Los optimistas siempre pensamos que de la mayor desgracia se puede
sacar una brizna de algo positivo con lo que animarse. Así que llegué a la
conclusión de que todo lo que estaba pasando podría ser una vacuna que nos
libraría para siempre de aquellos comportamientos, porque se iban a tomar
medidas que impedirían nuevos casos, y porque nadie jamás se volvería a atrever
a mentir, engañar y malversar de tal manera.
Han pasado casi dos décadas y las anotaciones contables de
Bárcenas nos indican que la vacuna no hizo efecto alguno: en esas mismas fechas
en las que Belloch estaba deteniendo a Roldán, ya se estaba volviendo a las
andadas. Y luego llegó el final del siglo y el inicio del nuevo milenio, una
época en la que la corrupción arrancó de nuevo como si no hubiera pasado nada. La
burbuja inmobiliaria se convirtió en abono para que las tropelías se propagaran
como camalote en el Guadiana: recalificaciones de dudosa legalidad, creación de
nuevos barrios desconectados en medio del campo en localidades como Seseña o en
algún cerro más cercano, proliferación de empresas que se servían de contratar
con la administración a cambio de llenar de oro las alforjas de una élite
política que creía que la fiesta no acabaría, etc.
Pero todo se vino abajo: la burbuja estalló, la culpa de todo la
habían tenido los curritos que querían vivir como reyes, salvamos a los bancos
con el dinero de todos y éstos nos lo revenden a precio de oro. Hoy se palpa en
la calle y en las encuestas cierta indignación de la sociedad, harta de que
Pujol y otros 600 como él tuvieran millones en Suiza sin tributar. Pero me temo
que pronto no recordaremos nada, que esta rabia desaparecerá, y que lo de hoy
es una repetición de aquel martes de carnaval de hace casi 20 años: seguimos
sin vacuna, nos dan un analgésico y la enfermedad de la corrupción avanza
gracias a nuestro olvido.
Publicado en las páginas de oponión del diario HOY el 13 de agosto de 2014.
Publicado en las páginas de oponión del diario HOY el 13 de agosto de 2014.
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