Allá donde hay poca democracia y libertad puede existir la
sensación de que no hay conflictos. Algo así le llevó a Albert Rivera a decir
que en las dictaduras había ‘cierta paz y orden’ o que el partido que nos
gobierna (en funciones) siga sin condenar un régimen como el franquista. Cuando
saltan los problemas internos en los partidos conservadores se aplacan
fácilmente, porque surgen de luchas de poder y las diferencias ideológicas son
mínimas. Al margen de las posturas de Gallardón y Villalobos sobre la ley del
aborto, casi no recordamos ningún congreso popular en el que las discusiones
bajaran al terreno de las propuestas programáticas.
Según te vas alejando a la izquierda los conflictos pueden
convertirse en algo más profundo porque las diferencias ideológicas pueden
llevar a lo que se llama un conflicto de proyecto. Mientras en los de
derechas la llamada al orden en defensa de los intereses suele dar buen
resultado (con la excepción histórica de la UCD), en los progresistas hay una pasión
por exacerbar las diferencias que se explica muy bien en un episodio de La vida de Brian.
Lo que pasó en la calle Ferraz de Madrid el pasado fin de semana
es un ejemplo de todas las posibles casuísticas que pueden aparecer en el seno
de una formación política: un congreso cerrado en falso en 2014, un candidato
votado a regañadientes por amplios sectores territoriales, pésimos resultados
electorales, presencia de poderes fácticos en el seno de la
organización y, finalmente, una diferencia estratégica que esconde cierta
fractura ideológica. Y cuando no se han sabido abordar de manera abierta y
constructiva las diferencias suele ser inevitable que el clima deje de estar
enrarecido para pasar al de prebélico.
Hay quien dice, entre bromas, que todo esto es consecuencia
de pensar demasiado las cosas, que la izquierda tiene una sobredosis de darle
mil vueltas a cada asunto. Sin embargo, me atrevo a decir que el problema no
está en reflexionar demasiado sino en no haber aprendido a usar las
herramientas que requiere este nuevo panorama, en el que los de abajo
quieren ser quienes más ordenan, como cantaban en Grândola, Vila Morena, mientras subsisten unos liderazgos que
prefieren la camarilla, las intrigas de pasillo y la creación de aparatos
tradicionales para controlarlo todo.
Si uno no es partidario de la militancia a golpe de silbato y
voz de mando, tiene que saber que las decisiones debatidas y participadas le
van a costar un poco más de tiempo y quebraderos de cabeza. Además, tendrá que aprender
unas cuantas reglas para no salir ardiendo cuando los primeros roces produzcan
las primeras chispas: conviene tener siempre espíritu constructivo, confiar en
las intenciones de quienes van en tu mismo barco, escuchar con atención a quien propone algo opuesto a tus planteamientos, evitar la descalificación de
argumentos en función de quien haya sido el proponente y, sobre todo, no volver
a servirse de la vieja costumbre de resolver en petit comité lo que compete a todos.
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