Hace muchos años leí un artículo de Punset sobre el experimento que Walter Mischel había hecho con niños de cuatro a seis años. Solos en una habitación, sentados en una silla, con una golosina delante y una campana al lado, a los niños se les ofrecían dos opciones: si eran capaces de estar 15 minutos en la silla sin probar el dulce, recibirían doble ración. Si no podían resistirse, tendrían que tocar la campana y solo podrían comerse una golosina.
Mischel hizo un seguimiento de aquellos niños durante cuarenta años y descubrió que los impacientes acababan teniendo peores resultados académicos y desarrollaban más problemas que quienes se armaban de entereza y no caían en la tentación devoradora. Como no sé nada de psicología, no me atrevo a decir que nuestras sociedades adultas reproducen esos mismos comportamientos y nos dividimos entre los que no pueden aguantar esta situación ni un minuto más, y los que prefieren esperar un poco más y afianzar lo logrado.
Dicen que sufrimos una fatiga colectiva que nos puede llenar de pesimismo. Los optimistas pensamos que todo pasará y todo el mundo recordará estos días, unos con la pena por los seres queridos que se fueron y el resto con sentimientos encontrados. Entenderemos mejor a nuestros padres y abuelas, las que nos contaban historias de guerras y posguerras, y cada uno se convertirá en un relator diferente de sus experiencias con o frente al virus.
Está visto que el mundo abre paréntesis cada 102 años. En 1816 no hubo verano y todo el planeta se cubrió con las cenizas de un volcán indonesio. Dicen que aquellos años de luces tenues inspiraron el Frankenstein de Mary Shelley. 102 años después, tras la primera gran guerra europea, una gripe llamada española dejó cincuenta millones de muertos durante 2 años. Dio paso a unos años 20, que algunos llamaron felices, y en medio de toda la crisis surgieron movimientos tan creativos e interesantes como la Bauhaus o el surrealismo. 102 años después nos ha llegado esta pandemia, en la que todavía nos encontramos sumidos y donde debatimos entre si hay que salir deprisa y arriesgando o con mucha calma y asegurándolo todo.
Me temo que Mischel no descubrió medicamento alguno para armarnos de paciencia y sé que el optimismo no se vende en farmacias. Pero algunos confiamos en que tras este impacto global sabremos reponernos y, como en los siglos pasados, surgirán más escritoras como Mary Shelley, nuevas Bauhaus por el continente, una creatividad que lo inundará todo y, fundamentalmente, una toma de conciencia colectiva de que solo hay un planeta, nos pertenece a todos por igual, y que todo esto lo tendremos que superar juntos.
Cada vez queda menos para que volvamos a salir, a abrazar sin miedo a quienes queremos, a brindar con más ganas que nunca, a visitar pueblos y ciudades, a tomarnos todos los cafés prometidos, a conversar sin las voces apagadas por las mascarillas y sin los sonidos retumbantes de esos sucedáneos de vida que llaman videoconferencias. Ayer llegaba a Marte una sonda espacial llamada Hope, que es como llaman los ingleses a la esperanza. Nos va a hacer falta.
Publicado el el diario HOY el 10 de febrero de 2021
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