Culpan de todos nuestros males a una especie
de mal congénito que nos hace poco competitivos y que solo se cura con un buen
látigo. Para más de uno las relaciones laborales del futuro se explicarían
fácilmente con la imagen de una de aquellas galeras, en las que se remaba por
el miedo a los azotes sin ningún convencimiento en la utilidad de lo que se
hacía. También son muchos los que todavía creen que la jerarquía estricta y
deshumanizada trae consigo la eficiencia automática. Otros, en cambio, creen
que frente al tono chusquero, la frialdad, o el cinismo de George Clooney despidiendo
trabajadores en la película Up in the air,
prefieren ser de los que usan el hombro cuando están al frente de un grupo de
personas: arriman el hombro como el que más, ayudan hombro con hombro junto al
último de la fila, siempre dan las gracias, nunca hieren cuando tienen que
recriminar, saben escuchar, se ponen en el lugar del otro y demuestran su
autoridad con el ejemplo y sin atisbo alguno de despotismo. Nuestros males
quizá no procedan tanto de la desidia de nuestra naturaleza como de la falta de
una cultura de la cooperación, en la que cada pequeña pieza del engranaje
recibe su consideración y es tenida en cuenta. Algo tan simple como hacer
prevalecer los fundamentos del comportamiento adulto, desterrando todos esos
tics que recuerdan épocas de esclavismo. Más que un hombro sobre el que llorar,
que también es necesario de vez en cuando, es urgente no desperdiciar a los que
tienen la cabeza sobre los hombros. Son ya rara avis y en
peligro de extinción.
Publicado en la contraportada de EL PERIÓDICO EXTREMADURA el 5 de marzo de 2012.
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