El
año 2002 se convocó una huelga general. Era el 20 de junio y donde yo trabajaba
solo pudimos hacer huelga tres personas. El resto no podían secundarla porque a
casi todos los profesores se les acababa el contrato el 30 de junio. En aquella ocasión Aznar quería reformar las
prestaciones por desempleo y se iba a impedir que los fijos discontinuos
pudieran cobrar el desempleo. En mi centro de trabajo había dos chicas que
tenían ese carácter de fijas discontinuas. En realidad no deberían serlo, ya
que el único mes del año que pasaban sin trabajar en la empresa era agosto, mes
en el que las enviaban al paro y las volvían a contratar en septiembre.
Pensaban que aquella historia de la huelga no iba con ellas y el miedo que
tenían al jefe les impidió sumarse a la huelga. Solo tres la secundamos, pero
aquella fue un éxito, a pesar de los intentos de U.R.D.A.C.I. A los tres nos
quitaron el salario del día y las chicas, que no habían perdido ni un céntimo
en la jornada, se vieron beneficiadas con nuestro esfuerzo.
Hoy
me he encontrado con mucha gente que mañana irá a trabajar y no les puedo echar
nada en cara, porque el miedo y la desesperanza están haciendo estragos. Pocos
se han atrevido a decirme que están a favor de las medidas del gobierno contra
las clases trabajadoras y los desfavorecidos, pero ninguno se compromete a
rechazar los beneficios que pudiera lograr el triunfo de la huelga. Si se
consigue algo, una vez más, unos habrán
puesto la cara y otros puesto el cazo.
Sólo
les pediríamos que tuvieran la suficiente vergüenza como para no reírse en nuestra cara.
Se puede entender el miedo y hasta la inconsciencia, pero el pillaje a los propios trabajadores es lo más
indigno del mundo.
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