La demagogia
existe. Los que saben de definiciones dicen que es una degeneración de la
democracia consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a
los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener
el poder. Es una práctica bastante transversal de derecha a izquierda aunque,
para qué lo vamos a negar, hay algunos que se especializan más que otros, que
parece que visitan las tabernas antes de adoptar una postura o fijar un punto
de vista. En la historia reciente hemos padecido a demagogos a cuenta de los
inmigrantes y su presunta tendencia a delinquir, o a furibundos amigos de
modificar los códigos penales al calor de algún crimen de especial repugnancia.
Nada nuevo bajo el sol: el populismo demagógico está al alza en Grecia o en
Italia y por aquí parece que se tiñe de rosa de vez en cuando.
Pero la demagogia también
se ha convertido en la excusa perfecta con la que acallar las preguntas
incómodas y desacreditar a quien está cargado de razones: si en el fragor de un
debate a alguien se le ocurre comparar los 400 € del subsidio de desempleo con
los 270000 € al año que cobraba algún político al inicio de la crisis, es
entonces cuando le engolan la voz y zanjan la discusión con un “no me sea usted
demagogo”. Y se le queda a uno cara de tonto, como cuando en nuestra infancia el
listillo que se veía acorralado en el juego gritaba “no se vale” y parábamos el
tiempo. Distinguir lo que es demagogia y lo que no lo es va a resultar una
tarea difícil en los próximos tiempos, pero que no les engañen: llamar a
algunos ladrones no es demagogia, es pura descripción.
Publicado en EL PERIÓDICO EXTREMADURA el 25 de febrero de 2013.
No hay comentarios:
Publicar un comentario