Si fuéramos a un país en el que una alcaldía, la plaza de
catedrático de Universidad o el puesto de inspector de Hacienda fueran
hereditarios de padres a hijos, casi todos diríamos que se trata de un estado
al que le falta un hervor para la
contemporaneidad. Nos referiríamos a esa nación con el adjetivo bananera, al
que se le han añadido un par de acepciones al margen de la fruta y con matiz peyorativo.
Es curioso que siempre se hable de repúblicas bananeras y no de monarquías
bananeras, como si fuera poco disparate dejar la jefatura del estado en manos
de una familia por los siglos de los siglos. Da igual que su abuelo apoyara la
dictadura de Primo de Rivera o que
el padre de su tatarabuela fuera un gañán impresentable como Fernando VII (y que me perdonen los
gañanes por la comparación): todo el bagaje de sus antepasados lo contabilizan
como gloria y mérito de su estirpe.
Pero la monarquía española va a ser muy difícil mantenerla mucho
más tiempo, y solo la puede salvar la nostalgia de quienes gustan de cuentos de
princesas y papel cuché. Las
complicaciones judiciales, por no hablar de las andanzas cinegéticas, hacen
casi imposible la defensa de un reinado que se inició con su designación por Franco. Desde entonces el silencio y el
miedo han impedido un debate abierto y racional sobre la cuestión. Ahora esto
no hay quien lo pare y llegará un día en el que podremos elegir a todos
nuestros gobernantes y estadistas en virtud de sus méritos. Como decía la
canción, podremos manifestar sin miedo que un rey no lo es por voluntad divina,sino porque sus antepasados se lo montaron divinamente.
Publicado en EL PERIÓDICO EXTREMADURA el 8 de abril de 2013.
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