Todos querríamos vivir tranquilamente en nuestras casas, junto a nuestros hijos, sin ruidos nocturnos ni abucheos en el portal. Por eso entiendo a esos diputados que se sienten coaccionados por una pegatina verde que dice que sí se puede y otra roja que nos recuerda que no quieren. Tampoco nos gustaría estar en la piel de quien tenía trabajo y salario, compró un piso porque era más barato que alquilar, se quedó en paro, tuvo que dejar de pagar la hipoteca para comer, y hoy es arrastrado por la fuerza pública hasta la calle y con una deuda injusta con el banco.
Me gustaría que me dijeran qué debe hacer una persona inerme ante el sistema para defender su dignidad y la justicia. ¿Debe llorar debajo de un puente? ¿Le podemos permitir gritar y desahogarse? ¿Le otorgamos el último derecho a señalar con el dedo a los causantes de sus males? Pues parece ser que las dos primeras opciones están permitidas porque no molestan: pocos de nuestros diputados se van a buscar en los albergues a los damnificados por sus decisiones. La tercera opción la quieren convertir en inadmisible porque, según esa maldita lógica, no se puede dejar que los nadie, los muertos de hambre, los afectados directos de sus decisiones se acerquen a 300 metros de los padres de la patria.
Tal vez crea el Ministro del Interior que la represión solventará ese fastidio incómodo llamado escrache. Yo tengo esperanza en todo lo contrario: en cuanto los diputados conozcan de cerca el drama de carne y hueso que causan algunas de sus decisiones, se darán cuenta que de que sí se puede tener más humanidad en algo tan simple como apretar un botón.
Publicado en EL PERIÓDICO EXTREMADURA el 15 de abril de 2013.
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