Imagino
que a cualquiera de ustedes les ha emocionado todo aquello que han ido sabiendo
de Martin Richard, el niño de ocho
años que perdió la vida en Boston la semana pasada. A todos nos estremece ver
su fotografía, sus vídeos, su cara angelical, y nos impresiona más porque
pensamos que el azar se lo ha llevado como podría haber acabado con la vida de
nuestros amigos, de nuestros vecinos o de nosotros mismos. Una semana antes
también habían muerto diez niños en un ataque terrorista en otro lugar del
mundo, pero no he conseguido saber el nombre de ninguno de ellos, ni con la
ayuda de los más potentes buscadores de internet. Mientras intentaba averiguar
cómo se llamaban, sí descubrí que no eran los únicos niños olvidados y aniquilados
por las mismas manos: doce muchachos perecieron en Salam Bazar en mayo de 2011,
seis en Kandahar en noviembre del mismo año, y dos más fueron asesinados hace
un mes al ser confundidos con insurgentes.
No
intenten explicarse por qué sabemos tanto de Martin y tan poco de todos los
demás. Y esta vez no es un problema de distancia, que Kabul no está mucho más
lejos que Massachusetts. En el fondo se
trata de cuestiones bastante inconfesables y que tienen que ver con la
pertenencia o no a la clase dominante en el planeta. Nos duele más que sea
blanco, occidental y cristiano a que sea moreno, oriental y musulmán. A muchos
nos duelen por igual y condenamos con la misma fuerza a sus autores, ya sean dos
locos de origen checheno o se trate de todo un sangriento ejército de cuatro letras
y que no sabe distinguir a un niño cuando no es de su mundo.
Publicado en EL PERIÓDICO EXTREMADURA el 22 de abril de 2013.
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