En mi familia nadie pudo ni siquiera
plantearse la posibilidad de ir a la Universidad hasta que llegó mi generación.
Probablemente hubo antepasados mucho más capacitados, pero era algo impensable
para la inmensa mayoría de la población hace 40 años. Luego llegó un tiempo,
que esperemos que no acabe como un paréntesis en nuestra historia, en el que
los jóvenes podían estudiar sin necesidad de que sus padres fueran demasiado
ricos. Se extendieron las universidades por el territorio (quizá en demasía) y
con algunas becas y mucho esfuerzo las clases medias pudieron cumplir sus
ilusiones y dar a sus descendientes una formación superior.
Nos parecían lejanas aquellas historias de películas americanas,
en las que el principal ahorro de la vida era para ir a la Universidad y
no para comprarse una casa, que es lo que hacíamos por aquí. Pero un día te
empiezan a llegar historias de gente conocida cuyos hijos se han tenido que
marchar bien lejos para aprender el sueño de sus vidas. Como el caso de
Eduardo, que se ha ido a la otra punta de la península para seguir sus estudios
superiores de mandolina, y que se encuentra sin ningún tipo de beca - a pesar
de cumplir todos los requisitos - debido a kafkianas paradojas rocambolescas
que aparecen entre tanta normativa. También me llegaron los lamentos de Paula,
que estudia a 400 km. de casa sin ningún tipo de ayuda a pesar de sus
brillantes calificaciones: las becas complementarias de movilidad de la Junta requieren
ser beneficiaria de beca de matrícula, para la que hay que tener un sueldo tan
bajo que sería imposible mandar a una hija a estudiar a otra ciudad.
Han sido
tantas historias las que me han llegado en un corto periodo de tiempo que uno
empieza a preocuparse si no estaremos volviendo por la senda de un modelo de
sociedad elitista, donde el acceso a la enseñanza superior esté vetada a
quienes no pertenecen a una clase social bien acomodada. El debate sobre la
duración de las titulaciones de grado y de posgrado encierra, según opinión de
muchos expertos, un intento de hacer salir del sistema a quienes no puedan
pagarse los miles de euros que costarán unos másteres imprescindibles para
completar la formación académica.
Hoy se inicia en las
aulas una huelga estudiantil, sobre la que no voy a entrar a valorar su
eficiencia para lograr sus resultados, y en la que se reclama la derogación de
ese decreto denominado 3 + 2 y que amenaza con expulsar a los jóvenes menos
pudientes de los Campus Universitarios. La cuestión es si hay que permanecer
callados ante el intento de dejar las universidades para quien se las pueda
pagar de su bolsillo (como en Estados Unidos) o avanzamos hacia un modelo
nórdico en el que las tasas universitarias son insignificantes. Esta no es una
decisión de gestores sino de política con mayúscula: ¿queremos que aprender sea
un derecho o un lujo?
Publicado en HOY el 25 de febrero de 2015.
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