Tengo
un buen amigo al que le sacan de quicio la expresiones manidas de cada noche
electoral: cita con las urnas, gran fiesta de la democracia y las famosas
horquillas, que uno no sabe si son para el pelo, para ajusticiar con soga a
alguien de baja estatura o escribirlas si hache por ser un diminutivo de
cetáceo. Dicen que el domingo pueden cambiar muchas cosas y que hay un
creciente interés por la política, algo que comprobamos cuando varias cadenas
de televisión utilizan franjas estelares de su programación a estos asuntos,
algo impensable hace apenas tres años, donde la aportación intelectual para el
televidente de los sábados era tragarse a José Luis Moreno.
En
estos últimos años hemos descubierto muchas cosas de nuestro pasado reciente
que tienen consecuencias en la realidad de nuestros días. Hemos sabido que la
crisis mundial que estalla en 2007 tenía unos causantes y unos culpables. Pero
en España, además del juego infame de las estructuras del capitalismo que incluso
el propio Sarkozy reconoció, se acumuló una corrupción generalizada que amasaba
dinero negro por todos los lados, que entraba en forma de sobres en las sedes
de los partidos, que ponía a políticos en consejos de administración con
sueldos millonarios y tarjetas opacas. Todavía queda mucho por juzgar y
demasiado por destapar: setecientas personalidades con dinero en Suiza y una
sensación de que los mecanismos corruptos estaban perfectamente engrasados, con
empresarios que daban dinero a unos políticos que, a su vez, se lo devolvían en
forma de contratos para finalmente cargárnoslo a cada uno de nosotros en
sobreprecios.
El
genial Forges ilustraba una viñeta en la que un paisano preguntaba a un alemán
qué hacían para que no hubiera corrupción en su país. La respuesta era muy
simple: no votaban a corruptos. Así que nos queda todavía mucho camino por
andar porque aquí se sigue votando, y mucho, a partidos que sabemos a ciencia
cierta (los hemos escuchado contando el dinero) que estaban de corrupción hasta
las orejas. Nos queda la esperanza de que se abra una grieta, de que entre aire
nuevo, gente que no haya hecho de la política una profesión sino un servicio
que se presta como en una contrarreloj por equipos, en la que uno se pone al
frente un tiempo y deja la cabecera a otro para volver a la retaguardia. Nos
hace falta gente en las instituciones que haya pisado más barro que alfombra,
que tenga en sus manos el polvo de la tiza y no las manchas de los canapés, que
sea conocida por su nombre y por gente corriente en el centro de salud, en el
barrio, en la puerta de la escuela y no por personalidades y famosos en las
recepciones oficiales.
Muchos
de nuestros males se deben a la desconexión entre votante y votado durante
cuatro años. Es ahora cuando hay que solventar esto y que las paredes de
ayuntamientos y consejerías sean absolutamente transparentes. Eso sí será la
fiesta de la democracia.
Publicado en el diario HOY el 20 de mayo de 2015