Se cumplen 138 años de una huelga en Chicago que reivindicaba la jornada laboral de ocho horas. Hoy mucha gente no sabe por qué la fecha de hoy es una de las festividades más extendidas y quizá tampoco sepan que los derechos de los que ahora gozan no fueron una concesión graciosa del poder, sino una reivindicación arrancada que llevó a la cárcel, a la ejecución, al destierro o al exilio a muchas personas y a lo largo de todos estos años.
No hay un solo derecho laboral logrado al que no equipararan en un primer momento con una especie de gran apocalipsis: toda la economía se vendría abajo si se prohibía el trabajo infantil, si se reducía la jornada laboral a ocho horas, si se introducía un día de descanso dominical, si se concedían días de vacaciones pagadas, si se pagaba a la trabajadora que enfermaba o al obrero que se accidentaba realizando su labor.
Ninguna de las comodidades o prestaciones de las que gozamos quienes vivimos de nuestro trabajo cayeron del cielo. Eso es algo que hay que recordárselo a los que no han leído nada de Historia o a quienes prefieren autodenominarse clase media para parecer más glamurosos. Si no se tiene conciencia de clase, se corre el peligro de caer en manos de los traficantes de malas ideas, de los que prefieren sembrar inquinas y recelos entre pobres de aquí y paupérrimos venidos de fuera para inundar la sociedad de odios y racismos que no llevan a ningún escenario deseable.
Faltaríamos a la verdad si afirmásemos que no se ha avanzado demasiado en los últimos años porque hay datos indiscutibles. El aumento del salario mínimo interprofesional ha servido para que un buen número de personas, quienes realizan trabajos que no requieren cualificación pero que son duros y penosos, salgan por fin de ese porcentaje de trabajadores a los que tener un empleo no les servía para dejar de ser pobres. Siguen siendo mujeres y personas migrantes, las que se encargan de cuidar niños y ancianos o de recoger verduras en invernaderos, las más beneficiadas de una medida que, lejos de provocar la ruina generalizada de las empresas como algunos auguraban, han permitido respirar a quienes trabajar de sol a sol nos les daba ni para pagar alojamiento, luz y comida.
Queda mucho por hacer aquí, donde sigue habiendo demasiados accidentes laborales y donde las mujeres siguen cobrando menos que los hombres, a pesar de que en las nuevas generaciones son ellas las que alcanzan una mayor formación y cualificación. Pero el gran problema humano que debemos afrontar este siglo es extender los derechos laborales a cada rincón del mundo y no colaborar con la explotación infantil, con situaciones de esclavitud en lugares lejanos que nos fabrican productos tan baratos, que no podemos evitar la tentación de comprarlos aunque no los necesitemos. Esa pieza de ropa que apenas nos cuesta dos euros, quizá no le reporte más de un céntimo a las pequeñas manos que la han confeccionado. Si los derechos laborales son logros exclusivos para el primer mundo, me temo que estamos ante un grave fracaso colectivo para toda la humanidad. ¿Vamos a permitirlo?
Publicado en el diario HOY el 1 de mayo de 2024
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