En Lisboa, una de las ciudades que más admiro y he visitado, sufrí hace algún tiempo un síndrome diametralmente opuesto al de Stendhal y que ignoro si existe o si ya tiene hasta nombre. No es que Lisboa hubiera perdido sus edificios y sus gentes, como ocurriera aquel 1 de noviembre de 1755, sino que tuve la infeliz idea de acercarme un 15 de agosto de hace siete u ocho años, cuando la capital portuguesa se había convertido en la ciudad de moda de todo el continente y las noticias hablaban de las riadas de turistas que formaban auténticas manifestaciones callejeras cuando desembarcaban de sus cruceros junto al Terreiro do Paço.
Ha regresado menos de lo habitual a la capital portuguesa y tampoco he vuelto a algunas de mis ciudades favoritas, quizá porque prefiero recordarlas como cuando eran “normales” y no con la desmesura que acababa desbordándolo todo. Como en la novela de Antonio Muñoz Molina, habrá que volver a Lisboa en invierno para callejear y entrar en las librerías, en las tiendas de artesanía, en los cafés históricos o para pasear junto a ese río que juega ya a ser mar.
El turismo, que es la principal fuente de ingreso de muchos países –y especialmente de algunos del sur de Europa– puede acabar teniendo efectos colaterales no deseados y de difícil solución. Me cuentan que en Portugal hay serios problemas para que los jóvenes puedan ir a cursar estudios universitarios a sus dos grandes ciudades, porque quienes alquilaban un piso a cuatro estudiantes por 1000 euros al mes, ahora prefieren ganar 2000 a la semana como pisos turísticos. Tan grave es el asunto, que el gobierno ha comenzado a tomar medidas como un impuesto extraordinario del 15% para este tipo de negocios, o dejar en manos de las comunidades de vecinos suspender las licencias de estos pisos si así lo deciden dos tercios de sus moradores.
No sé si estas medidas servirán para algo, pero también reconozco que la inacción no llevaba a ningún lado. Por eso me pregunto si habría alguna manera de poner cordura a la masificación del turismo. ¿No sería mejor, tanto para la industria turística como para quienes viajan, que fuera posible diversificar algo más las épocas vacacionales? ¿Es trasladable el modelo alemán de que cada Estado tenga unas vacaciones escolares diferentes para evitar operaciones salidas y retorno tan descomunales como las que tenemos aquí cada domingo de pascua o cada 31 de agosto?
Ignoro si todas estas preguntas tienen respuesta. Así que tal vez sea el momento de plantearse ir contra corriente como los salmones, huir del calor del sur refugiándonos térmicamente en el norte, guardar para septiembre algún día de playa, visitar las ciudades que amamos cuando hayan acabado las temporadas altísimas o redescubrir los pueblos que tenemos a nuestro lado y que no sabemos ni ubicar en el mapa. En Extremadura y otras regiones de interior pronto comenzará a haber muchas plazas libres en todos esos alojamientos que dan vida a nuestro mundo rural. Una oportunidad para reequilibrar este mundo viajero en el que el éxito excesivo puede acabar siendo la peor publicidad.
Publicado en el diario HOY el 23 de agosto de 2023
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