Imagino que todo el mundo tiene un rincón
predilecto de la región en la que habita y que esa preferencia puede deberse a
ser el lugar de nacimiento, la zona a la que se va practicar senderismo o algún
paisaje de singular belleza o encanto. Como apenas tenía siete años cuando vine
a vivir a Extremadura, podría haberme decantado por la ciudad en la que vivo
desde entonces o por cualquier lugar de la frontera con Portugal, que se ha
convertido en mi pasión y hasta en mi medio de vida.
En mis álbumes de fotos tengo imágenes de mi
primer verano en Badajoz o de mis primeras visitas al teatro de Mérida, aunque
me resultaría complicado ponerles una fecha concreta. En cambio, sí que recuerdo
el primer día que fui a Cáceres. Era el 23 de noviembre de 1975 y en el
recorrido por la parte antigua descubrimos, casualidades de la vida, la placa
que recordaba que en aquel Palacio de los Golfines de Arriba se encontraba el
dictador cuando fue nombrado generalísimo en 1936. Y allí mismo estábamos toda
la familia al completo mientras daban sepultura al dictador. No volví a Cáceres
hasta el 15 de abril de 1979, un domingo de resurrección en el que mi familia
organizó una excursión para mostrarle a mis primos venidos desde Aragón la
historia y los edificios de un escenario casi natural para una película de
época.
Luego me acerqué un par de veces con el
instituto y en el otoño de 1984 comencé allí mis estudios. Todas las mañanas
subía por San Mateo y bajaba por San Jorge, Santa María y la calle Sande hasta
la Facultad de Letras. Enseguida aprendí que cada tarde había una excusa para
abrir horizontes y los jueves era el día del Aula de Cine. En aquel Capitol
vi La Strada de Fellini, Rocco y sus hermanos de Visconti, El
Misterio de Oberwald de Antonioni y algunas de Passolini y de Victorio de
Sica de las que no consigo acertar el título.
En Cáceres me hice adicto a las películas en
versión original, a leer más de un periódico al día y a disfrutar de la
Biblioteca Pública que se acababa de inaugurar. La pequeña ciudad era un
hervidero cultural y había conferencias de todo tipo en la calle Clavellinas o
en las Facultades. También fui a ver el Teledeum de Els Joglars
en el Astoria, con abucheos de integristas religiosos en la puerta, y
unos cuantos macarras reventaron la representación del Accions de La
Fura dels Baus en un frontón que había en la Ciudad Deportiva.
En el Amador poníamos canciones en una
gramola en la que, junto a los renovados éxitos del momento, subsistían
canciones de Leonard Cohen, Moustaki, Llach o Gwendal. También sonaban los Coup
de Soup, el grupo local de moda, en las primeras y míticas salas que se
iban abriendo en La Madrila. Me dio tiempo de ver nacer el Festival de Teatro
Clásico pero ya había regresado a Badajoz cuando llegó el Womad, el botellón y
los macrofestivales.
Durante algún tiempo me costó regresar a
Cáceres. No sé si por culpa de esa enfermedad llamada nostalgia que el tiempo,
paradójicamente, acabó por curar. Así que fui volviendo poco a poco y pisé
nuevamente un Gran Teatro remozado, que ya no era la sala ruinosa en la que los
martes reponían viejos éxitos de Woody Allen a 100 pesetas. Recuerdo haber
escuchado allí a Branduardi y a Llach a finales de los 90 y, más recientemente,
recorrí los 90 km que me separan de Cáceres para escuchar a Silvia Pérez Cruz.
Me gusta volver a Cáceres de vez en cuando, ya
sea para revisitar su nuevo Museo Helga de Alvear o para mover los pies al son
de la música del Irish Fleadh. Cuando me puse a pensar en algún rincón
de Extremadura importante en mi vida, al margen de la ciudad en la que vivo
desde hace casi medio siglo y donde tengo a toda mi familia, me di cuenta de
que gran parte de lo que soy se lo debo a lo aprendido y vivido a finales de
los 80 en una pequeña ciudad universitaria en la que no había que ir a buscar
la cultura, sino que tenías que esquivarla porque estaba por doquier, con cafés
míticos en los que nunca faltaba una tertulia, una presentación literaria o un
improvisado concierto de voz y guitarra.
Algún amigo me cuenta que ya no todo es igual,
que hay muchas iniciativas culturales que se abandonan en un cajón o que no se
consolidan por falta de ese apoyo institucional imprescindible, pero no sabría
qué contestarle porque no vivo allí. A veces paso varios meses sin regresar a
Cáceres, pero cada sábado me leo la crónica cultural que Cristina Núñez Nebreda
nos deja en estas páginas: en ocasiones no conozco a los artistas que nombra
porque estoy en fuera de juego de las nuevas tendencias, y otras veces me da
envidia no haberme podido acercar.
Atribuyen a Max Aub aquello de que uno es de
la ciudad en la que estudió el Bachillerato. Sé donde nací, de dónde me
considero, qué lugares del mundo me apasionan y dónde tengo mi hogar. Pero si
hay un rincón de Extremadura que me evoque y me recuerde dónde prendieron las
raíces de mi interés por la cultura, es esa ciudad de Cáceres a la que vuelvo
ya sin nostalgia y con muchas ganas de sorprenderme.
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