Agustín García Calvo, además de ser un catedrático de latín represaliado por el
franquismo y un librepensador en el más amplio sentido de la palabra, fue
también un poeta de quien casi todo el mundo recuerda unos versos, aquellos a los que puso música Amancio Prada y que comienzan con el título de esta
columna. La libertad, que aparece varias
veces nombrada en dicho poema, es uno de esos conceptos que acumula igual
número de adeptos que detractores. La cuestión es que el término ha empezado a
perder fuerza semántica si se usa de forma generalizada y nos hemos
acostumbrado a completarlo con preposiciones y sintagmas: de expresión, de
culto, de mercados o de tránsito. Son pocos los que se definen abiertamente
como partidarios de la libertad sin apellidos, y es muy frecuente que quien respalda
que las mercancías circulen por el mundo sin aranceles, sea el mismo que defiende
las vallas de concertinas para que no nos vengan seres humanos pobres.
En el
mundo de la geopolítica, las naciones o los territorios la libertad es un bien
que tiende a repartirse con magnanimidad para uno mismo y con cicatería para
los que no piensan como nosotros. Lo que vemos normal en un sitio nos parece
una barbaridad en otro, la sagrada integridad territorial la consideramos
fundamental en un lugar y monstruosa en los Balcanes de los años 90, las
consultas populares nos parecen legítimas y democráticas en Escocia, o
convertirse en casi un delito dos mil kilómetros más al sur. Y sí, ya sabemos
que no todo es lo mismo, que las circunstancias históricas son distintas, que
las leyes son diferentes y que no se pueden mezclar churras con merinas, pero
conviene repensar qué mecanismo nos hace ser más o menos comprensivos con la
detención de un político dependiendo de si la cárcel está en Caracas o Arabia
Saudí.
Ser
imparcial o equidistante en algunos temas de actualidad es realmente difícil: llevamos
más de diez años hablando, casi sin parar, de la manera de encajar a Cataluña
con el resto de las Españas. Y no salimos del bucle y volvemos a encontrarnos
con una tensión que se viene repitiendo desde hace siglos, de manera
intermitente, y que no acabamos de resolver definitivamente. Algunos estamos
deseando que se solvente de la manera más civilizada posible, como lo han hecho
los ciudadanos de Quebec en Canadá o los escoceses hace apenas un año, pero hay
quien considera que la mejor manera para que los catalanes quieran seguir
compartiendo el mismo Estado es mostrando una inflexibilidad para el diálogo y
una firmeza inquebrantable de las normas.
Es bastante probable que el domingo la victoria sea
pírrica para todo el mundo y, en cualquier caso, uno se plantea si tiene mucho
futuro una relación en la que uno quiere marcharse y el otro no deja que se
vaya. En estos asuntos hay quienes seguimos a García Calvo: libre te quiero… pero
no mía.
Publicado en el diario HOY el 23 de septiembre de 2015.